De mi amiga Eulalia ya he hablado en esta columna alguna vez. Desde que se jubiló vive en Cerro Muriano, decisión que nos sorprendió a todos, porque vivía y trabajaba en Madrid y parecía que estaba adaptada. De hecho, cuando la visitábamos, tenía preparado un programa de actividades, divertidas en su mayoría, con el que era imposible aburrirse. Ella nos acompañaba en todas, pero su teléfono móvil sonaba incesantemente; cosas de su exigente trabajo en una multinacional. Soltera, sin hijos, con un buen sueldo, guapa, estilosa y viajando a menudo por cuenta de la empresa. A las demás nos causaba cierta envidia; cuando se lo decíamos, se limitaba a sonreír y a hacernos reflexionar en que todo tiene sus servidumbres.
Lo cierto es que ahora, en vez de reunirnos en Madrid, nos reunimos en el Muriano, que también tiene su gracia. Lo importante es juntarnos las cuatro de vez en cuando. En su casa hay sitio de sobra, aunque no se puede decir que viva sola exactamente, ya que lo hace en compañía de tres perros que, en vez de aprovechar que tienen a su disposición mil metros de jardín, se pasan el día vagando o, mejor dicho, vagueando por los interiores. Eulalia les consiente todo. Estuvimos allí hace dos sábados y, como llovió, encendimos la chimenea. Pues ellos, allí, los primeros, tomando posesión. Mario --así se llama el bobtail, que pesa cuarenta kilos, se enroscó en uno de los sillones; en el otro, Duna, una beagle que pesa doce; y en el sofá, estirándose todo lo que podía para ocupar más sitio, la chihuahua de kilo y medio, que se llama Petra.
Cuando llegamos, nos hicieron un recibimiento de lo más escandaloso. La que más se desgañitaba, Petra, que saltaba y giraba sobre sí misma como una posesa. Duna nos rodeaba y no sabíamos si lo que quería era llevarnos hacia dentro o echarnos de allí. Mario nos olisqueó un poco. Luego, en el salón, ocuparon las posiciones antes dichas y, para sentarnos, tuvimos que luchar con los tres a brazo partido. A Esperanza y a mí no nos importa; tenemos perros y estamos acostumbradas; pero Elena protesta, diciendo que es alérgica, y nos enseña los brazos para que veamos cómo se le van poniendo rojos, que no se le ponen, porque no es que sea alérgica, sino que no le gustan los perros. Total, una trifulca hasta que todas nos acomodamos. Eulalia ni se preocupa. Dice que los perros están en su casa --la de los perros-- y que eso es lo que hay.