El dato puede llamarnos la atención: La palabra «España» se pronuncia menos que la palabra «País». Quizá sea así por connotaciones ideológicas o políticas. Olegario González de Cardedal, gran teólogo, nos ha hablado del «país», de «España», introduciendo una interesante sugerencia, que nos viene como anillo al dedo en estos momentos de nuestra historia: «Un país necesita ser animado y no solo gestionado, ilusionado y no solo regido, orientado hacia metas últimas y no sólo a las conquistas de cada día. Tiene que revivir y actualizar la ejemplaridad de las grandes personalidades que lo crearon en sus órdenes espirituales, los que nutren los sueños por los que vale la pena luchar y que otorgan la alegría de existir». ¡Qué bella sugerencia! En medio de los graves problemas sociales y políticos que nos agobian, enmarañados por las tensiones de la encrucijada histórica que vivimos, es necesario ofrecer a los ciudadanos trayectorias ejemplares, sin trampas ni engaños, que nos hagan pensar y amar, y que nos razonen por qué soportar carencias y sufrimientos en determinados momentos de la historia. No se trata de dividir el mundo en realidades espirituales por un lado y materiales por otro, porque todo es material y todo es espiritual, toda gracia implica naturaleza y toda naturaleza abre a la gracia, proclamaba Péguy: «El hombre no puede cercenar ninguno de sus dinamismos y un pueblo no puede cerrar los anchos espacios que el espíritu humano ha abierto». Sería muy triste que, centrados en las áreas de la técnica, la economía y la política, que proveen a necesidades fundamentales de la vida humana, caigamos en el olvido de otros órdenes que responden a necesidades y deberes, a derechos y esperanzas, que han sido y seguirán siendo siempre «alimento esencial» del alma humana y «fermento» de nuestra creatividad. Dos peligros golpean con fuerza nuestra libertad en los momentos más decisivos: La pasividad y el miedo. La pasividad, porque nos aconseja el «gregarismo» y las «verdades oficiales» para evitarnos disgustos, y el miedo para no sufrir el «señalamiento», el «desprestigio» o el «escarnio público». Una vez que se ha logrado instalar el miedo en las personas, se puede hacer con ellas lo que se quiera, no importan los ingredientes utilizados. Como enseñaba el personaje de «Blade Runner»: «Es toda una experiencia vivir con miedo, ¿verdad? En eso consiste ser esclavo». Mauricio Wiesenthal, profesor de Historia de la Cultura y profesor, suyo último libro es todo un Manual de criterios para caminar por los senderos de la historia, dedica párrafos importantes a lo que él denomina como «instintos destructivos». Vale la pena leerlos despacio, con atención: «El instinto destructivo es siempre fácil y fuerte en los que tienen de sobra o en los que no aman. Recuerdo en aquellos días de mayo de 1968 cuánta resistencia y desprecio encontraban en las clases trabajadoras los movimientos intelectuales e irresponsables nacidos en la Universidad. Nadie parecía haber enseñado a aquellos rebaños de niños presuntuosos que los libros y los artículos que firmaban sus profesores habían sido corregidos, compaginados y editados por otros hombres y mujeres que luchaban en las imprentas y en las rotativas. Destruir es una manifestación severa de la impotencia, y el terrorismo es la forma que eligen los impotentes para matar cuando su ineptitud es ya incurable». Esta visión puede y debe hacernos pensar en esta hora de «destrucciones masivas», sin motivos ni argumentos que valgan, de nuestros grandes valores, de criterios esenciales, de instituciones valiosas como las familias o como la educación.
Benedicto XVI, de santa memoria, murió con tres grandes preocupaciones en su corazón: Primera, «el actual oscurecimiento o negación de Dios y con ello de la trascendencia última del hombre; segunda, la crisis de la fe que siempre desemboca en una crisis de esperanza; tercera, la situación de Europa, que nació con el cristianismo, que ha hecho posibles tantos logros en el orden cultural, moral, literario, y que hoy no sabe heredar y responsabilizar públicamente esa fe. No se sustentan los viejos logros del edificio espiritual del hombre sin las aportaciones nuevas en fidelidad creadora». Hace unos días se nos marchaba «entre silencios y soledades», en la alta madrugada madrileña, José María Carrascal, calificado por los Reyes de España, en su telegrama de pésame, como «corresponsal incansable, gran comunicador, periodista afilado y escritor reconocido». En la última entrevista que le hicieron, Carrascal nos dejó su epitafio: «Pude cumplir todos mis sueños». Quizá por eso, porque los sueños son tan importantes, el poeta León Felipe nos dejó estos versos conmovedores: «Soñar, Señor, soñar... / Hazme soñar. / hace tiempo que no sueño. / ¡Señor, hazme otra vez soñar que soy el viento, / el viento bajo la Luz, / el viento traspasado por la Luz... / El viento hecho Luz».
*Sacerdote y periodista