Pues ahora resulta, según me han contado unas especialistas en la materia, que si yo tengo en el aula un elemento disruptivo, es decir, un alumno o alumna con conductas que perturban el ritmo o funcionamiento normal de la clase, mi obligación como docente es parar todo lo que significa el trabajo de mi área específica para dedicar todo mi esfuerzo a reconducir a ese elemento o elementa hacia lo que, bueno, denominaremos «normalidad conductual». Pero esto no queda ahí porque, luego, las autoridades educativas, esas que apenas salen del despacho y que, cuando salen, es para meterse en el de cada centro educativo para dictar órdenes, me obligan a cumplir con el currículo educativo del área y del nivel que me corresponda. ¡Ea! ¡Y tan panchos! Ah, y que no me preocupe, que recibiré una formación ¿adecuada? para afrontar la variedad de problemas conductuales que me voy a encontrar. Y, te lo puedo asegurar, cada vez son más, más frecuentes y más graves. Me van a transformar de docente a domador de fieras. Estas especialistas, las entiendo, se quejan de que no pueden atender todos los casos que se encuentran porque la Junta de Andalucía no dota a los centros educativos del personal suficiente y necesario. En el caso concreto de nuestra capital y provincia son únicamente diez las personas encargadas de atender todos los casos que existen de trastornos de conducta en nuestros colegios. No hago la ratio por no ridiculizar en exceso a nuestros gobernantes. Éstos reconocen la realidad, el problema, pero no ponen un remedio adecuado, útil y eficaz. Lo único que se les ocurre, como siempre, es parchear el desconchón, es decir, en vez de dotar a los centros educativos de más especialistas en trastornos de conducta, han optado por convertirnos en «psicólogos de pacotilla» a todos los docentes. Menudo despropósito. Veo a mis compañeras y compañeros a diario y os puedo asegurar que los asuntos de conversación cada vez giran más hacia problemas de conducta con tal o cual alumna o alumno. Los noto con un nivel grande de estrés, haciendo en muchos casos un sacrificio y un esfuerzo por contener sus emociones para continuar, como buenamente pueden, con su labor educativa.
Ni yo ni ninguna de mis compañeras y compañeros docentes somos domadores de fieras. Somos profesoras y profesores, excelentemente formados en cada uno de nuestro ámbitos científicos respectivos. Me pregunto, de verdad que me lo pregunto desde una convicción profunda y honesta, por qué tenemos mis colegas y yo que recibir esta formación y no la reciben de manera obligatoria las madres y padres de nuestros alumnos y que, dicho sea de paso, sí es más frecuente en localidades con pocos habitantes que en las capitales. Y lo que ya me resulta absolutamente vergonzante, denigrante y atroz. Si es un problema cada vez mayor y más acuciante, por qué desde nuestro gobierno andaluz, que para ir a mostrar las grandezas de nuestra tierra a otras tierras --lo que me parece estupendo--, no se invierte más dinero para este tipo de situaciones, más inversión para que tanto las delegaciones de educación como los centros educativos dispongan de un personal formado, cualificado y verdaderamente especialista en problemas relacionados con la conducta de nuestros jóvenes. Madres y padres de nuestros alumnos, ayúdennos y encárguense de educar a sus hijos convenientemente. Y si esto no es posible, que nuestras autoridades atiendan el problema de manera seria y profunda y no poniendo parches que no sanan verdaderamente la herida.
* Profesor de Filosofía