Noviembre, mes de cipreses y crisantemos, bien se merece una reflexión especial, desde la orilla de la fe, inmersos como estamos en terribles encrucijadas que afectan fuertemente no sólo a las naciones del universo, sino a las mismas entrañas de la humanidad. En la tarjeta de este mes de noviembre figura la visita a los cementerios, --visitas ya organizadas en grupos para recorrer las avenidas de las tumbas y los nichos, incluso a horas nocturnas--, lo que quiere decir que el misterio del «más allá» no se ha borrado del todo de la mente humana, sino que nos viene a la memoria y al corazón, en el recuerdo de los seres queridos y en la búsqueda de respuestas a la gran interrogante de la muerte. Tres grandes escritores católicos nos han ofrecido su visión más esperanzada: José Luis Martín Descalzo, sacerdote y escritor, en su breve y lírico poema con brisa celeste: «Morir sólo es morir. / Morir se acaba. / Morir es una hoguera fugitiva. / Es cruzar una puerta a la deriva. / Y encontrar lo que tanto se buscaba». José María Cabodevilla, también sacerdote y escritor nos ofreció en su libro ‘32 de diciembre’ esta definición conmovedora: «La muerte no es algo que ocurre sino alguien que se acerca». Y el recordado jesuita, padre José María de Llanos, que tanta influencia ejerció en la juventud de la posguerra: «La muerte es un encuentro con mi Padre Dios y no representa ninguna tragedia, sino que viene a ser como la llegada a mi casa». El papa Pablo VI, ya en los altares, no se cansaba de repetir: «Aprendí a vivir pensando en la muerte». Y el cardenal Ratzinger, antes de llegar al papado, afirmaba que «la muerte es el verdadero problema de la vida». La verdad es que la humanidad entera se configura como una inmensa caravana, en viaje constante y muchas veces vertiginoso, envuelta en el paradigma de tantos contrastes como interrogantes. La Iglesia católica, que recuerda especialmente a los difuntos en este mes de noviembre, gusta de usar la imagen del «peregrino» y organiza constantemente «peregrinaciones multitudinarias» que simbolizan y representan la esencia viva de la vida de los creyentes, en la hermosa definición que nos dejara el Concilio Vaticano II: «El pueblo de Dios que camina hacia la casa del padre». La «peregrinación» no es un fin en sí misma. Es, ante todo, un medio a través del cual el hombre vive la experiencia del éxodo, en camino hacia la Tierra prometida, avanzando iluminado por la palabra de Dios, que se hace cercano con su presencia, acompañándonos como acompañó a los dos de Emaús, convirtiéndose después en alimento y «apareciéndose» para que le conozcamos y le tratemos como nuestro salvador, maestro y amigo. El peregrino que camina en espíritu y verdad testimonia que no hay camino sin meta, ni meta sin encuentro. «Peregrinar» es «ponerse en camino», pero sobre todo, «encontrarse» con nuevos paisajes y con otros «caminantes», protagonizar «encuentros» que nos abran a la verdad y a la vida, que calmen nuestro dolor y sacien nuestra sed. Un poeta contemporáneo siente así a Dios: «Dios es inmenso lago sin orilla, salvo en un punto tierno, minúsculo, donde se ha complacido limitándose: yo (...). Yo, ribera de Dios, junto a sus olas grandes». Así decían aquellos primeros versos de Dámaso Alonso. Pero, más adelante, el poeta rectifica humildemente: «No, Dios mío, tú, todo: la ola y la ribera. Yo, sólo, el junco verde que los vientos agitan en sus orillas grises. Yo, afirmación delgada, --ah, pero concretísima--, terca en su verde: verde. Yo, el hombre: yo, tu hombre, oh tú, mi Dios, mi Dios». En otra ocasión decía: «Sólo sé que soy hombre y que te amo». Bellísimos versos que nos «suenan» a otro mundo que parece haber desaparecido de la faz de la tierra. Y otro gran poeta, José García Nieto, vislumbrando su muerte, escribía con aire de plegaria encendida: «Vas a pasar, Señor, ya sé quién eres; tócame por si no estoy bien despierto... Mírame Tú, Señor, si no te veo».
Más impresionantes resuenan hoy aquellas palabras del gran académico Rafael Lapesa, cuando poco antes de morir, confesaba: «Durante toda mi vida, la presencia de Dios ha estado sobre mí, como algo feliz, algo salvador. Desde los nueve años, en que me preparé para mi primera comunión con los jesuitas, ha sido así, decisivo y constante. Incluso en los años en que no practicaba, pensar en Dios ha sido inevitable». Pensar en Dios... Lapesa, el sabio, el grande, el hombre sencillo, el profesor cordial, el discípulo de Menéndez Pidal, el científico del idioma, el gramático inmenso, el maestro respetado por todos, ajeno a los vertederos, el hombre de bien, indiferente a las palabras ofidias, había vertebrado discretamente su vida en torno a la espiritualidad. En este mes de noviembre, entre silencios y cipreses, podemos buscar respuestas a nuestras interrogantes. Pero sólo «una voz de lo alto» podrá respondernos con las palabras más hermosas que se han pronunciado sobre la faz de la tierra. Salieron de los labios de Jesús de Nazaret: «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá. Y todo el que cree en mí, no morirá para siempre». Gracias, Señor, de todo corazón.
* Sacerdote y periodista