Una zorra, famosa por salir en el cuento XXIX de ‘El conde Lucanor’, vio un corral de gallinas bien provisto y mal guardado, y sin poder creerse su suerte entró sigilosamente, atrancó la puerta para que las gallinas no pudieran escapar y se las empezó a comer. Con una o dos habría tenido suficiente para su pequeño estómago de zorra, pero ya no era una cuestión de alimento: sentía el morro caliente de sangre, el sabor de la carne, un hartazgo desconocido, como si hubiera desterrado el hambre; sentía que tal vez nunca volviera a estar en esa propicia situación, y sentía que hasta sin hambre era mejor comerlas antes que dejárselas a otros zorros o fieras. Toda la noche anduvo matándolas y comiéndolas, hasta que bien cebada se dio cuenta de que el sol brillaba ya, y que los dueños comenzaban a despertarse. Presa del pánico, la zorra abrió la puerta, se alejó un poco del gallinero y se tumbó, haciéndose la muerta.
La gente pasaba a su lado, ignorándola. Hasta que un hombre, curioso, le examinó el excelente pelaje. «El pelo de la frente de una zorra es fantástico para evitar maldiciones», se dijo, así que sacó unas tijeras y se lo cortó. Viendo el negocio de este primero, un segundo le rapó el lomo, una tercera los costados, una cuarta y una quinta la cabeza y las orejas. Pronto la zorra se encontró calva y maltratada y privada de dignidad, pero no hizo nada porque era preferible eso a responder de las gallinas. Así, aparentemente muerta y con tan pésima pinta, la gente se animó a aprovechar mejor sus restos. Un curandero le arrancó las uñas, muy buenas para tratar los tumores. La zorra sintió un dolor intenso, como si le tiraran de un cable desde el cerebro, pero lo soportó atemorizada. «Tal vez me volverán a crecer», pensó.
Viendo el despojo allí tirado, una tuerta le sacó un ojo a la zorra, por intentar utilizarlo para sí y por afán de resentimiento. La zorra ni lloró. Sólo esperaba que todo terminara cuanto antes y que pasara lo que pasara ella pudiera escapar. «Un ojo no crece», pensó. «Pero sigo teniendo otro». Y con ese otro entrevió a un desdentado, que venía rumiando desde lejos, rápido el paso hacia la zorra. Cogió su boca, miró sus dientes, sacó unas tenazas y se los arrancó de cuajo.
La zorra siguió como muerta. Pero entonces un viejo cazador comenzó a pregonar que iba a sacarle el corazón a la zorra, por ser bueno para el suyo propio, ya cansado. Descubrió un afilado estilete y la zorra, entonces, viendo que sin corazón no podía vivir, salió corriendo, mutilada y condenada a vivir ya poco y mal, sin forma de defenderse o alimentarse.
Hecha un ovillo en su madriguera, sintiendo sus dientes fantasmales en las encías, recordó el final de su cuento. Las ofensas leves no pueden evitarse, y hablan de la indignidad del que las profiere más que del ofendido. Pero las graves hay que combatirlas, aunque haya que arriesgarse, porque para aguantar ciertas humillaciones es mejor morirse. «Soporta lo que puedas», se repitió la zorra. «Y véngate cuando debas».
** Abogado