En el día de Todos los Santos, el alma antigua de Córdoba se viste con el velo de la melancolía y el recuerdo, transformando sus rincones en cálices donde se guarda el néctar de la memoria. La ciudad, con su atmósfera impregnada de historias y sus siluetas que dibujan la crónica de los siglos, se convierte en el escenario donde el tiempo parece detener su aliento. Los cementerios, esos santuarios del silencio, se llenan de murmullos etéreos que viajan a través del viento otoñal, llevando consigo las oraciones y los suspiros de aquellos que rinden tributo a los que ya no están. Cada lápida, con la serenidad de la piedra y la elocuencia del silencio, narra las historias que se entrelazaron con el pulso de la ciudad, evocando la presencia de aquellos que dejaron una huella indeleble en el corazón de Córdoba. Las flores, depositadas con amor y respeto, parecen ser las palabras que el corazón no puede pronunciar, un lenguaje sin voz que expresa la ternura y la añoranza que se abrazan en este día. Las velas, con su luz temblorosa, son como estrellas terrenales que desean iluminar el camino de las almas en su travesía hacia lo desconocido. En esta jornada, las campanas entonan su cántico de bronce, resonando en la quietud como ecos que se desvanecen en la eternidad. Sus vibraciones parecen querer alcanzar aquel lugar donde la memoria y el amor se funden en un abrazo que desafía el paso inexorable del tiempo. Córdoba, con su aura de misterio y su patrimonio de silencios, se convierte en el espejo donde se refleja la esencia del día de Todos los Santos, un día donde la ciudad, en una comunión de recuerdos, rinde homenaje a la vida y a la promesa de lo eterno que late en el corazón de cada cordobés.
** Mediador y coach