Curso 86/87. Entro ilusionadísimo al instituto Fuensanta, en aquella clase tan llena de luz (o quizá los recuerdos de los ochenta siempre tengan más luz de la cuenta). El nuevo edificio me esperaba con un aire tan exigente que no envidiaba a ningún centro de pago. Entré en 1E y un profesor de historia que llevo en el alma, José Luis Casas, pasaba aquella lista que también llevo en el alma: Ruiz Sáez, Sáez Acosta, Sáez Bravo, Sánchez Luque, Santiago Cortés, Santos Márquez... así hasta Manuel Valle Galán. Caímos juntos en el pupitre y hablando nos sorprendió que parecíamos almas gemelas: nacidos el mismo año, ambos Géminis, hijos de policías nacionales, los dos de la Fuensanta, amantes del flamenco, seis hermanos, madres chapadas a la antigua, es decir, como chapadas en oro... No nos volvimos a separar en todo el bachillerato. Pero Manolo, como yo, era aventurero y quería ganar ya dinero para su casa. A mí me pasaba igual, pero yo los fines de semana trabajaba en el mercadillo. No pudo esperar y se fue al ejército en 3º de BUP. Y bien que lo eché de menos. Se fue a la guerra de Bosnia y ganó mucha pasta en aquel terrible conflicto donde patrullar por Mostar era jugarte todos los días el pellejo. Admiré su valentía tanto como me preocupé por su vida. Después de la guerra, el ejército no daba ninguna seguridad y Manolo hizo de todo para no estar parado nunca, como bien nos habían enseñado nuestros mayores. Él no entendía que un tío como un castillo se levantara tarde. Pero no encontró trabajo, digamos a su gusto cultural dado que no hizo el COU. Pero se reinventó como jardinero y se hizo con el mantenimiento de toda una urbanización en Mallorca. O sea, aprendió de todo trabajando más que un mulo para mantener su hogar. Todos sus hermanos y hermanas eran policías nacionales, la bendita profesión de su padre, Valle Ballesteros, uno de los agentes más queridos en el cuerpo, que, además, también siempre fue un cerebrito para llegar a fin de mes ante el escaso sueldo de entonces y la piara de hijos que tenía. Pero mi amigo no estaba a gusto como jardinero, un oficio honorable y bonito, porque él llevaba el estudio reglado en las venas y, además, sentía que le debía a su padre una profesión de más letra. Mientras tanto, nunca dejamos de vernos. Ni el tiempo ni la distancia tenían agallas de desanimar una amistad que se basaba en la admiración mutua. Porque entre los dos no hay tu tía. Sabemos quiénes somos y hasta dónde podemos llegar. Hace unos años vino a Córdoba y viendo que me había hecho abogado también a trancas y barrancas, él tuvo plena seguridad de que podía llegar a donde había llegado su amigo. Y empezó la carrera de Derecho con cuarenta y tantos años al compás de su jornada intensiva en la urbanización y la familia. Manolo no solo ha terminado la carrera sino el máster y el examen de acceso a la abogacía y, además, ya tiene despacho y está funcionando a mil por mil y como a él le pega: sentado con su traje, sus gemelos y repeinado hacia atrás. Las gentes de la urbanización, muy pijas y que a veces le decían Manolito, ahora le dicen don Manuel. Porque el verdadero don, no lo da el dinero sino el esfuerzo y la cultura. Y el otro día recibí una de las llamadas más bonitas de mi vida: «Camarón de la Isla (como me llamaba a veces), que hago el juramento como abogado el día 13 de noviembre y quiero que seas mi padrino». Querido Valle, hay personas que no tendrían que jurar nunca nada porque su vida es pura credibilidad. Tú eres una de estas personas. Te quiero amigo mío. ¡Ole los hombres!
** Abogado