Diario Córdoba

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Miguel Donate Salcedo

CALIGRAFÍA

Miguel Donate Salcedo

Árboles

El domingo el viento empezó a correr con fuerza. Tenemos la imagen del agua recuperando su espacio, inundando los pasillos tras romper las compuertas, y tal vez el viento también recupera su terreno, añorando un mundo que ya no existe, que lo hacía silbar de distinta manera. Yo salí a comprar manzanas para mis hijos, muy tarde, avergonzado por aprovechar un comercio abierto en festivo hasta las diez de la noche. A la ida, el viento me hacía el paso ligero. A la vuelta, me golpeaba en la cara, me despeinaba, me hacía reír. Grabé un mensaje de vídeo para Cris y otro para mi hermano, anormalmente satisfecho y feliz: por fin el viento. Y yo no sabía que ese viento estaba empezando a socavar raíces, a partir ramas, a arrancar árboles. A la mañana siguiente, camino del colegio de mi mayor, el panorama era desolador. Hermoso, porque hay una estética particular en la naturaleza superando los límites de las ciudades y nuestro orden; pero desolador: árboles sobre coches y paredes, aceras tupidas de verde, ramas sobre ramas, calles y escaleras atravesadas por troncos gruesos como un ariete orco. Me preocupé por ciertos árboles, por los que he preguntado o he ido a ver. No les ha pasado nada o casi nada, pero muchos de los que veía a diario han caído.

No está la ciudad para llorar árboles sin reparar su ausencia. El urbanismo amplio y diáfano tiene sus fundamentos, pero en Córdoba es una garantía de fritura. Córdoba necesita árboles en abundancia, sombra en abundancia, hablar de los kilómetros seguidos de árboles como de kilómetros seguidos de carril bici. No es que no haya, es que son insuficientes. Deberíamos comprender que Córdoba es una ciudad del mundo antiguo y que muchos de sus problemas deberían solucionarse con esas claves. Agua y sombra. Un árbol tarda en crecer, es lógico. Pero es que hay glorietas con más árboles que calles enteras (hablo por ejemplo de los preciosos olivos de la Glorieta Amadora). Nos quedan ahora los árboles segados por el viento, cada uno roto por el sitio que ya no pudo resistir más; y los cortados a sierra y a ras, muñoncitos perfectos recordando en sus calles que, efectivamente, un árbol que hacía falta ya no está.

Siendo un ser el árbol, así Casona, que se muere de pie, duele ver el equivalente a una muerte violenta, con las raíces al aire, incomprensibles fuera de la tierra en la que se habían adentrado y trabajado. Debería dolernos cada árbol como una estatua o una casa, o al menos apresurarnos a multiplicarlos. Creo que no somos conscientes en esta ciudad de la falta que nos hacen, tal vez confundiendo el privilegio de poder llegar a nuestra sierra en diez minutos o tenerlos cada uno en su parcela con la presencia real de los mismos en nuestro urbanismo. La ciudad está creciendo sin árboles, sin raíces, y habremos de guardarnos de no vivir en un espléndido mausoleo de hormigón, en mitad del desierto. No deberíamos ser el claro. Deberíamos ser el bosque.

 ** Abogado

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