El dolor ha llegado con su carga de lluvia, con su azote sombrío, como si toda la ciudad se sacudiera en una herida interna de mudez sostenida. Mientras el viento zarandeaba las palmeras de la Victoria, hasta partirlas, con regueros de dátiles sobre la superficie de la fuente de Puerta Gallegos, todavía salían de la Trinidad los ecos del silencio por la misa de Álvaro Prieto. Lo que se ha vivido en este funeral ha sido una explosión colectiva de duelo, de temblor en la esencia que transmite la vida, pero también del amor que salía de los muros, que se extendía por el suelo de la plaza y recorría la estatua de Góngora, bajo ese gris lluvioso en las miradas agolpadas allí. No estamos acostumbrados para lo incomprensible, para este latigazo que de pronto restalla al final de unos brazos cuando los estrechamos, al abrazar un cuerpo y entregarle todo lo que nos queda. Estaban los amigos y las amigas, tantísimos muchachos casi niños, tan jóvenes, destrozados y unidos, tan llenos del cariño que sigue estando vivo en el rostro del que ha sido uno de ellos, que se ha reído con ellos, que ha viajado con ellos, que ha empezado a vivir también con ellos. Es muy difícil levantar un canto de esperanza, pero la gratitud también consiste en apreciar todo lo bueno que la vida nos pone en el camino, por el tiempo que sea. Esta especie de milagro que es vivir no entiende de tiempos, sino de intensidades, de verdades que laten cuando ya no escuchamos nuestra respiración. El otro día, en la Trinidad, además de dolor, había mucha verdad. Era un dolor pesado, que había que sobrellevar, que se quedaba después sobre los hombros. Pero también la verdad de tanto amor es una llama plena en esa oscuridad. Cada uno tiene los recursos que tiene, y la escritura no sé si puede sanar, pero sí que puede acompañar. Toda esta columna es de cariño para la familia, en la celebración de lo vivido, que es lo que no termina en la expresión de las manos que abrazan con palabras.
*Escritor