Hoy no les puedo escribir de otra noticia ni acontecimiento. Un enorme crespón negro ilustra y acompaña nuestro caminar. Desde el lunes pasado, Córdoba lleva una semana de luto, de particular duelo y consternación por el fallecimiento en trágico accidente del joven Álvaro. Desgraciadamente mueren muchos jóvenes, siempre de forma repentina y accidental, con el dolor inabarcable de sus familiares y amigos, pero pocos han calado tanto socialmente como el del delantero cordobesista. Quizás por la simpatía y vitalidad que desbordaba Álvaro allí por donde pasaba. También por la cercanía en la que se personalizan los sucesos. Pero además y sobre todo, por el largo y árido desierto previo que hemos compartido, de los 4 días de búsqueda tras su desaparición, de esperanzas en su encuentro, de vigilias y plegarias, de preguntas sin respuesta, de noticias profusas y confusas que no avanzaban prolongando una agonía en la que todos de alguna manera nos hemos sentido interpelados e involucrados.
Cuando alguien se marcha, nos queda el recuerdo de sus vivencias, de tantos amigos y jóvenes que estos días hicieron piña en torno a su figura y a su generosidad. Quedan los abrazos, las miradas, las palabras y los gestos de una vida plena y compartida. Queda el valor de los importante frente a lo urgente, de lo auténtico frente a la impostura. Queda la invitación a una vida de verdad, a perdonar y a querernos como somos. Entre las reflexiones que comparto desde estas líneas, sobresale la empatía con la familia Prieto López. Sin pretenderlo, nos hemos puesto «en los zapatos» de esos padres preocupados por el hijo que no llama, que no llega a casa, del que no tenemos noticias, sólo apena un mensaje de whatsaps diciendo voy para allá. En silencio, mañana, tarde y noche, hemos compartido la angustia de la familia, nos hemos reflejado en el espejo de su dolor mirando el reloj y esperando una llamada de teléfono que no llegó nunca. Una madre me escribía apesadumbrada desde muy lejos diciéndome: «Yo tengo una hija con la misma edad que estudia fuera». Sí, los jóvenes están muy expuestos y los accidentes ocurren todos los días y en todos los lugares; de ahí que padres, madres y tutores estamos siempre en alerta máxima. Somos el fruto de una cadena interminable de cuidados, donde cada uno es un eslabón. Y esa cadena se ha roto.
Todos somos Álvaro en algún momento de nuestras vidas. Todos nos hemos visto desbordados por una situación que nos sobrepasa, aturdidos por un contratiempo inesperado. Y no siempre estamos preparados para la mejor respuesta. Me comentaba un profesor de secundaria al hilo de los acontecimientos, que los profesores tendremos que enseñar en los institutos bastantes más cosas que miles de conceptos, inservibles para afrontar adecuadamente las situaciones a las que hay que enfrentarse en la vida diaria y no sabemos resolverlas. No podemos depender de la deshumanizadora tecnología y olvidarnos de la humana empatía y solidaridad. El futuro y nuestra felicidad más que en la inteligencia artificial, que tanto congresos y publicaciones acapara, se encuentra en la inteligencia emocional. Vivimos en una sociedad donde es más fácil empujar que abrazar. Álvaro también fue un chico en apuros, que no pudo o no supo encontrar esa ayuda y ese abrazo. Miremos a nuestro alrededor, y descubriremos muy cerca otras muchas situaciones de angustia que podemos aliviar, antes de que sea tarde, con un pequeño gesto.
A pesar de este imponente e impotente dolor que nos cae encima como una losa difícil de levantar, como el río que nos lleva, la vida sigue su curso indeleble con sus afanes y miserias, aunque ya no será la misma sin la mirada y la sonrisa de Álvaro. Nuestro pesar y ánimo para familiares y amigos. Descansa en paz.
* Abogado y mediador