La pandemia nos acercó a George Clooney. Y no me refiero a la visualización de sus películas en los tiempos del enclaustramiento. El heredero cinematográfico de Cary Crant puso la imagen comercial a la expansión incontenible de las mono cápsulas, centradas particularmente en las derivaciones cafeteras. Porque de la arpillera de Juan Valdez y su burrito, a los sorbos de expreso en su residencia del lago de Como media la larga marcha del café hacia su sofisticación.
Obviamente, estos mágicos recipientes no son patrimonio exclusivo de los cafetales y la envidiable sonrisa del señor Clooney. Llevaban ya mucho tiempo haciéndole carantoñas a nuestras tostadas y maridando con el tomate para empezar bien la mañana. El aceite de oliva se amoldaba a esos buchitos para conquistar el mundo desde ese plastificado refinamiento. Monodosis de oro líquido que, miren ustedes, tanto llamarlo por ese nombre parece cumplirse una profecía de San Malaquías. Porque este nuevo índice de Dow-Jones se comprueba en las cafeterías. Las capsulitas en la tostada eran un adminículo pijo y más caro que el tradicional chorreo con la botella de tres cuartos de litro. Menguados los efectos más letales de la pandemia, se batieron en retirada. Sin embargo, estos micro envases de aceite están volviendo como carabina de los bollos, a saber, porque la alegría de mojar el pan a discreción está resultando más cara para el titular del establecimiento.
Históricamente, si asociábamos la inflación con los refinados era para llevarnos las manos a la cabeza y girar nuestras miradas a los países del golfo, cuando la OPEP ponía el precio a los barriles en lugar de a futbolistas como Neymar o Benzema. Ahora es el aceite de oliva el que se ha apuntado a un galope desenfrenado. No se trata de buscar símiles catastróficos, puesto que la crisis de la patata dejó la Irlanda del XIX una mortal hambruna, así como una convulsión de su estilo de vida. Y es precisamente esta confluencia de efectos calamitosos, con la sequía y los aumentos de temperatura como ápices del cambio climático, los que están zarandeando uno de los argumentos primarios de la dieta mediterránea.
A este paso, los estados de la naturaleza los vamos a comprobar en la expedición del aceite en el supermercado. La especulación no solo lleva al trasiego de las garrafas y a comprobar que el mejor amigo de un hombre ya no es el perro, sino el socio de una cooperativa olivarera. Además, compraremos el aceite para su vaporización, esa esencia que al menos mantendrá en la ensalada la rémora de los buenos tiempos. Dos años consecutivos de una penosa pluviometría excusa parcialmente estos prohibitivos precios del aceite. Sin embargo, al común de los mortales se nos escapa por qué en Portugal este precio es sustancialmente inferior o incluso, en el norte de Francia, me consta que se parangona al que se vende en estos pagos. Se puede aducir el juego de la oferta y la demanda, sustancialmente superior en nuestras tierras, pero esta ecuación no es ajena a despejar movimientos especuladores.
La lluvia lo es casi todo, pero evitar esta escalada de precios no puede encomendarse a unas rogativas a la Virgen. El aceite de oliva es un ingrediente básico, no solo de nuestra dieta, sino de nuestra cultura --en el fondo es lo mismo--. Bien está que esta paranoia de desgarros que estamos padeciendo lo situemos en el registro de nuestras priorizaciones. Esperemos no tener que llamar a Clooney, porque a los guiris le cuesta pronunciar «arbequina» para vender mono cápsulas.
* Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor