Cuando llegó el momento del diagnóstico de alzhéimer, lo primero que pensé fue que ya podía poner nombre oficial a esas «cosas raras», que llevaban sucediéndole a mi madre un tiempo, no mucho, y que me preocupaban. Quería creer que eran las siempre conocidas como «cosas de la edad», pero yo sabía que había algo más, una mujer tan vital y con tanta energía empezaría su camino por una enfermedad dura, cruel, indigna y letal. Cuando llega ese momento quieres pensar más rápido que el tránsito de los segundos, buscando soluciones inmediatas a lo que sabes que no tiene remedio. Pero esa mezcla de ideas lleva al mismo punto, ese en el que comienzas a vivir el alzhéimer a tiempo completo, una enfermedad en la que el paciente y sus cuidadores sufren con tanta intensidad que ningún calmante del alma es capaz de mitigarlo.
Desde ese momento piensas siempre en plural, no pasaba ninguna idea por mi cabeza en la que no estuviéramos las dos. El mundo acababa de sufrir un período de confinamiento provocado por la pandemia de covid-19, que no había hecho otra cosa que acelerar una enfermedad que empezaba a asomarse a su ventana en esos meses de puertas cerradas. Su alzhéimer no lo provocó de la pandemia, pero sí hizo que la realidad que tan drásticamente cambió para todos se hiciera más irreal en su mente, una mente que iniciaba su alejamiento.
Yo luchaba con la esperanza de que tratamientos, charlas, juegos, abrazos y cariño pararan la enfermedad y me dieran más tiempo para compartir con esa persona tan independiente, que se iba haciendo cada día más pequeñita sin que yo pudiera evitarlo. Y comenzaban a llegar otros momentos, a los que tenía que poner una sonrisa para que ella no notara que todo se iba volviendo más oscuro y sin sentido. El momento en el que ya no sabe cómo cocinar, en el que no distingue si es de día o de noche, en el que no sabe qué fecha es, el momento en el que no recuerda a su marido, ese compañero de vida que falleció demasiado pronto. Esos momentos en los que ya no sabe de quién fiarse y empiezan a sucederse las fases de la caída en el olvido total.
Una fase tras otra que llevan sin piedad al momento en el que no puede estar ya en su casa, ese piso en Cádiz conseguido con tanto esfuerzo de un matrimonio feliz que llegaba a la capital gaditana de vuelta de sus años de emigración en Suiza. Ya no recordaba su casa, se quedaba sin su lugar en el mundo y sin arraigo, venía a vivir a Córdoba sin saberlo, en mi intento desesperado por alargar su tiempo, que disminuía al doble de la velocidad con la que yo intentaba pararlo.
Iban llegando más obstáculos, burocráticos y administrativos, todo un mundo de «papeleo» no concebido para una enfermedad como el alzhéimer, que se va comiendo el tiempo y los recursos económicos de quienes la padecen y de su entorno sin que los trámites avancen. Pero entre tanta angustia surgen personas buenas de corazón, que realmente sienten el servicio a los demás como seña de identidad de su trabajo. A todos ellos, gracias en su nombre, Emilia, y en el de todos los pacientes de alzhéimer y de sus cuidadores, que transitamos por una realidad llena de tristeza que nos va minando el carácter.
Llegó el momento más difícil y el que siempre temí, ese instante en el que ella ya no sabía quién era yo (unos días su madre, unos días su hermana), pero siempre sintió al mirarme que era alguien cercano, o eso creo. Ese momento resquebrajó mi concepción del mundo, hizo temblar mis cimientos mientras esbozaba una sonrisa de falsa tranquilidad para que su frágil suelo siguiera estando en el mismo sitio, al menos en ese momento. Cuando llegó ese olvido, mi madre sólo entendía el lenguaje del cariño, las caricias en las manos y en el pelo eran su único vínculo con mi realidad que para ella ya no existía. Yo quería que siguiera conmigo, aunque la Emilia anterior a la enfermedad hubiera pedido a gritos no pasar por eso, yo quería seguir así eternamente, comunicándome con ella a través del afecto, pero empezó a dejarse vencer por la enfermedad y todas las fases que le quedaban se fueron sucediendo sin que yo pudiera detenerlas.
Hoy, Día Mundial del Alzhéimer, hace 6 meses que se marchó después de una vida intensa, admirable e interesante, con tristezas y alegrías, pero con un final horrible e inmerecido. En su nombre, Emilia, y en el de todos los pacientes de alzhéimer y sus cuidadores, mi homenaje a quienes trabajan con estos pacientes y a los investigadores que seguro conseguirán en poco tiempo más tratamientos para frenar su incidencia, luchando contra el reloj, ese reloj que se para cuando el alzhéimer llega. Y desde que ella no está, me sigo preguntando cada día, ¿qué hago yo ahora?
* Periodista