Diario Córdoba

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Miguel Ranchal

Yo soy Unamuno

No esperemos la concordia, pero sí una masa crítica desde la izquierda con las reglas del juego democrático

A Felipe González se le está poniendo cara de Rodolfo Llopis. Aquel maestro de impronta lampedusiana guardaba en Toulouse la esencia decadente del socialismo en el exilio. Todo, hasta que en Suresnes, una suerte de ‘enfant terribles’ le dieron el ‘sorpasso’. Fue el acuerdo entre la delegación andaluza y la vasca en ese mítico Congreso del PSOE el que marcó un giro de guion en la historia de España, ya que por su músculo era el partido comunista el destinado a abanderar las bancadas de la izquierda. El reparto quedó meridiano: el abogado sevillano, con Guerra como lugarteniente, lideraría el partido, mientras que Nicolás Redondo, en nombre del socialismo vasco, se quedaría con la dirección de la UGT.

Luego llegaron los egos y los distanciamientos, y una huelga general para oficializar la cesura entre partido y sindicato que, en el fondo, y por muy fraternales vínculos, es los que tenía que ser para facilitar a cada uno un límpido ejercicio de sus funciones. Pero entiendo que González se revuelva por la expulsión del hijo de quien refundó el PSOE, oficializada por parte de esta nueva camada socialista. A Felipe, la cúpula sanchista también quiere ponerle el rostro de Margo Channing, el papel que magistralmente interpretó Bette Davis en ‘Eva al Desnudo’ y que simboliza el arribismo o el descarnado cambio generacional.

Adriana Lastra llegó a requerir el paso a un lado de la gerontocracia socialista basada en que los nuevos tiempos precisaban otra forma de gobernar. Pero una máxima universal es el condicionamiento del factor humano, la psique del líder y los adláteres que tetanizan todas las cuadraturas del poder. La polarización que marca nuestros tiempos no se vendimia ni se recolecta en el aire. De la misma también tiene mucha culpa el PP, por la falta de renovación del poder judicial o la escasa cintura con la cuestión territorial, pero es el sanchismo el que mejor rédito electoral ha sacado de borbollar el enfrentamiento. Ese juego maniqueísta es muy peligroso. Milosevic se alzó con el poder blandiendo el nacionalismo serbio, y fue ese ego personal uno de los detonantes de la disolución de Yugoslavia. Porque una cosa es la preceptiva maleabilidad de los pactos electorales, y otra endosarle a la ciudadanía la carga de la prueba de todos los cambios de criterio de Pedro Sánchez con tal de seguir gobernando.

En Waterloo se han reunido Ortuzar y Puigdemont, una entente cordial entre el PNV y Junts para escenificar que tenemos bien pillados a estos españolazos. Yo no he visto pinganillos ni intérpretes en esta reunión, y dudo que el señor fugado domine el euskera o que Ortuzar se avenga a sacar el B2 de catalán. Es la hipocresía de utilizar el castellano en la intimidad, la misma lengua que intentan acogotar en las aulas de Cataluña, aunque en la calle la ciudadanía emplea con naturalidad la mixtura de ambos idiomas. Y difícilmente pueden abrirse vías de entendimiento cuando el señor fugado tilda a España de putrefacta. Ni que decir tiene si un epíteto parecido saliera del otro lado. Felipe González ha interpelado por un respeto a las mayorías, pues las minorías bien que se bastan, aunque sean menguantes, para chantajear al Estado.

La intelectualidad de los manifiestos es muda acaso porque está pillada por el síndrome de Unamuno. El rector salmantino no avaló a los golpistas pero se dejó llevar por esa irrespirable atmósfera de los últimos días de la República, aunque luego se desagraviase ante Millán Astray. No esperemos el Pentecostés de la concordia, pero sí una masa crítica desde la izquierda para articular este país desde las reglas del juego democrático y la convivencia. Toca emular al Espartaco de Kubrick y perdonando sus contradicciones, que son las nuestras, gritar: Yo soy Unamuno.

 ** Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor

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