Dos moquillos dos, pueblan, respectivamente, tus sendos orificios nasales desde primera hora de la mañana. Cometiste el imperdonable error de sonarte y no volver a usar el espejo, y ni tu mujer, ni tu madre, ni tu mascota disponen de un segundo, por lo visto, para mirarte a la cara y prevenirte de lo que llevas ahí. Y sales al mundo, pisando tímido, precavido en extremo, como cada comienzo de jornada, con dos ignominiosos moquillos dando de qué hablar. Ni qué decir tiene que el chófer del autobús o el gorrilla del aparcamiento o el desconocido y circunstancial compañero de asiento en el cercanías no te va poner al corriente de la situación, no se va a meter, como sería de esperar, si hubiera nacido con una mínima dosis de empatía, en los caricaturescos agujeros de tu nariz. Por el contrario, se reirá interiormente, saboreando la escena, como diciendo «ahí lo llevas, amigo».
Ya estás en la oficina, o en la caja del banco, o en el despacho o la consulta o el mostrador, y tus dos moquillos se consolidan ahí, como dos satélites que flotan en la negritud de un espacio surcado de pelos, cobrando total protagonismo en cada una de tus intervenciones frente al cliente, el paciente, o ese mal llamado «compañero de trabajo» que «por educación» (esta será su excusa cuando al día siguiente se lo eches en cara) no quiere darte el aviso, para que de una vez por todas borres de tu nariz ese ridículo despojo que lleva a tus interlocutores a perder la concentración en lo que cuentas: tienes que repetir lo dicho, volver atrás, mirar de arriba abajo a ese pesado que no te quita ojo y hasta preguntarle, con toda la educación del mundo: «¿algún problema, caballero?», tragándote el muy merecido «¿qué mierda estás mirando?», sin saber que el tal pesado ostenta toda la justificación del mundo, porque tus dos moquillos ahí, tan paralelos, tan ridículamente ubicados en sus orificios, jamás podrán ni deberán ser ignorados o tomados en serio.
Mal día. Déjalo correr. Ahora estás con nosotros, tus «amigos», en el bar de marras, de cañas y tapas, narrando la improcedente conducta del pesado, estableciendo paralelismos entre las impresiones del día y el caprichoso modo en que te miramos a la cara. Y te corroe la duda, porque ninguno de nosotros te revela el secreto. Y es que nos divierte tanto verte así. ¡Ja ja ja ja!
*Escritor