¡Ay, esas academias de pensamientos insignes! Esos foros de ideas, esos senados de ínclitos y profundos debates, esas aulas de la libertad de expresión y de golpes contundentes en la barra para apoyar la oratoria y los argumentos... ¡Dios me libre de criticar lo que se dice en mis queridos bares y tabernas! ¡Faltaría más! ¡Si pudieran transcribirse muchas de sus tertulias! Aunque bien mirado, y sabiendo que no siempre hablan los más sabios, si no queda constancia escrita... Por algo será.
El caso es que en una de estas conversaciones que he escuchado salió un tema recurrente: «Estamos como en Roma, bajo una política de pan y circo», dijo uno. Un sesudo y culto amigo al que admiro intervino: «¿Pan y circo? ¿Y el pan?» Mi colega, pues es compañero de profesión, recordó que incluso en el Coliseo antes de empezar los espectáculos de sangre se lanzaban hogazas a la muchedumbre. «Ahora tenemos móviles para entretenernos con cosas, pero acabamos pagando por ello. Y ya no es que te regalen el pan, es que ni nos llega el dinero para comprarlo, y ni mucho menos aceite al precio que se ha puesto».
Este sabio amigo, como es una persona leída, llegó a hablar de Aristóteles y su obra ‘Política’ citando un pasaje que elogia la constitución de Cartago. Un gobierno y una sociedad que lo basaba todo en el comercio y el dinero (lo que hoy entenderíamos como un estado ‘ultraliberal’), pero que tenía una inteligente forma de evitar la pobreza. No por justicia social, sino por ser el mayor desestabilizador de un sistema.
Me quedé con la copla y cuando volví a casa lo busqué en internet. No salía de mi asombro al descubrir el texto al que se refería. Lo escribió Aristóteles entre el 330 y el 323 a. C. y no tiene desperdicio: «El amigo sincero del pueblo tratará de evitar que éste caiga en la extrema miseria, que pervierte siempre a la democracia, y pondrá el mayor cuidado en hacer que el bienestar sea permanente. Es bueno, hasta en interés de los ricos, acumular los sobrantes de las rentas públicas para repartirlos de una sola vez entre los pobres, sobre todo si las porciones individuales que habrán de distribuir bastan para la compra de una pequeña finca o, por lo menos, para el establecimiento de un comercio o de una huerta». Lo que hoy sería poder acceder a una simple y modestísima vivienda, por ejemplo.
Ya digo que un servidor se quedó pasmado porque alguien hace 24 siglos explicase tan bien y con tan pocas palabras una cuestión política que afecta de lleno a toda la sociedad actual, mientras que en estos tiempos estamos papando moscas a la vez que oligarcas y supermultimillonarios no se dan cuenta de que hay que dar algo de oxígeno al esclavo económico para que éste siga produciendo. Pero volvamos a la taberna. Y es que, pese a lo que acertadamente apuntó mi culto amigo, el que quedó por encima de todos (Aristóteles incluido) fue justamente uno que daba más voces que nadie sin dejar meter baza, orgulloso de él mismo y de muchos parecidos a él que están «reinventando» la política desde cero en estos tiempos. Se vanagloriaba de no haber leído a gente como Aristóteles (me juego un brazo a que tampoco ha leído a nadie más) y se fue tan pancho y tan contento a su casa. El imbécil.