Decía nuestro recordado Antonio Gala «si las piedras hablaran»... Pero las piedras vienen hablando mucho tiempo, antes incluso de nuestra presencia en este planeta. La piedra del vulgo que todo lo abarca (minerales, rocas, fósiles) sin entrar en tecnicismos como orogénesis o diaclasas. Se proyecta en la devota curiosidad de Mary Anning, que en los acantilados ingleses de Dorset encontró el filón de la paleontología; los fósiles como sustento en ese siglo XIX que aún se regía por las reglas del oscurantismo.
Las piedras hablaron gracias a Alfred Wegener, que confirmó la tectónica de placas y evidenció que esas piezas del puzle que encajan entre Sudamérica y la costa oeste africana no era un mero albedrío de la naturaleza. Bastante complicado está el mundo con cuestiones de soberanía para meter a la geología en esos asuntos. Pero esta deriva continental, este juego de conversiones y subducciones que se cuecen en el manto de la Tierra es algo más que una metáfora.
Quizá ese portentoso ingenio que llevó a los griegos a casi cuadrar el diámetro de la Tierra fue el que les impulsó a sembrar en el imaginario el mito de las columnas de Hércules. Porque las placas euroasiática y africana literalmente chocan tal que una melé de rugby, o unos ciclópeos costales que ante un signo de flaqueza provocan un seismo. De sobra es conocido el terremoto que asoló Lisboa en 1755. O el de Granada de 1884, de una magnitud muy similar al ocurrido en el Atlas marroquí. Esa visión ambivalente de cercanía y abismo se plasma en la simbología del Estrecho; en el tan cerca y tan lejos de una posición estratégica. Precisamente, el Atlas, el Rif, la Subbética o Sierra Morena son oleadas de cadenas montañosas que muestran, no en años, sino en eones, esta posición de acercamiento.
Se dice que no hay mayor distancia que con el cercano, y nuestra relación con Marruecos es un clarísimo ejemplo. La historia contribuye a fomentar esos desencuentros, aumentado por ese recelo peyorativo de querer hacernos norte desde el sur --apunte español-- o de un acaso histriónico victimismo colonialista que tácticamente maneja el reino alauí, unido a la espita del control migratorio para fortalecer vindicaciones territoriales. Ambos Estados arrastramos un pasado excesivamente común en el que a veces cuesta espigar los sentimientos.
Las tragedias abonan cantos hueros y demagógicos, pero también activan una proba solidaridad. Es de agradecer que, a pesar de nuestros desencuentros, el Estado marroquí nos haya otorgado el rol de buen vecino para paliar las consecuencias del desastre, concediéndonos la coordinación de la ayuda exterior, acaso fiada en nuestra cercanía y también en nuestro buen hacer en otros desastres naturales. Pero también es un buen momento de poner en valor una insuficiente publicitada cooperación. España, y particularmente Andalucía, tiene importantísimos flujos comerciales con Marruecos, amén de innegables lazos que potencian esta ósmosis cultural entre las dos orillas del Mediterráneo. Nunca pueden verse los seísmos con suficiencia, pero la minimización de sus consecuencias son un referente de la prosperidad de una nación. En 2009 se produjo un terremoto de 6.3 grados en Isla Cristina, y otro en 2010 de la misma magnitud en Granada, sin daños personales y apenas materiales. Necesitamos apoyar la recuperación de Marruecos no solo por la natural empatía hacia las víctimas, sino porque nuestro crecimiento está forzosamente interrelacionado con la propia estabilidad y prosperidad de nuestro vecino del Sur. Fue Hércules quien separó dos montes --o columnas-- para que por el Estrecho entrara el Océano. De nada habría valido su esfuerzo si su hubiese encomendado a uno solo de los lados.
* * Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor