El general Miguel Primo de Rivera comunicó al ministro de la Guerra que tomaba el poder «para sacar a España de su abyección, ruina y anarquía». No hay mucho espacio aquí para exponer todo el conjunto de circunstancias que animaron esta acción desleal de un militar al que, sin menospreciar sus méritos de guerra, no le adornaban precisamente las virtudes que pretendía para regenerar nuestro país en aquellos años. En su toma del poder por la fuerza afirmó que sus pretensiones eran disolver las Cortes y con un nuevo gobierno proceder a establecer «una nueva división administrativa, gubernativa, judicial, y aun probablemente militar, de España». Asimismo, promover el uso de la lengua castellana y acabar con el «morboso sentimiento catalán de hostilidad a España».
Cuando se habla de su bonhomía y su carácter campechano, seguramente se olvidan sus declaraciones a La Vanguardia: «Propósitos de fusilar no traemos, pero si los tribunales sentencian a esta pena se ejecutará, no lo duden, y si alguien se rebela contra nuestro régimen lo pagará pronto y caro, es natural consecuencia de nuestro amor a él, que nos hará defenderlo por todos los medios».
A lo largo de los años la figura del dictador ha ido cambiando en la memoria que se ha ido construyendo de él. Desde sus propios contemporáneos miembros de su partido Unión Patriótica que, casi a finales de la dictadura, insistían en su consideración de patriota cercano al pueblo con «corazón de niño», afable, bondadoso y religioso, olvidando su afición a los clubes nocturnos, su ludopatía, su implicación en varios affaires como en el caso de la Caoba, traficante de drogas, cupletista y meretriz, a la que libró de prisión apartando incluso al presidente del Supremo de su cargo, o la permanente ausencia del domicilio familiar, etc. También hablaron de su honradez, dejando de lado todos los escándalos que sacudieron tanto a él como a su gobierno por el otorgamiento de servicios y obras públicas, otras concesiones administrativas, compras de viviendas privadas con aportaciones empresariales cuasi obligadas y al margen de la legalidad, etc. Sonados fueron los casos del arriendo del monopolio de tabacos en el norte de África concedido a Juan March, que más adelante sería el financiador más importante del golpe de 1936, la creación de Cepsa, vinculada también a aquél para la adjudicación de Campsa, o la contratación de su hijo José Antonio, futuro fundador de la Falange, con solo 21 años como abogado asesor de la International Telephone and Telegraph (ITT), a la que se adjudicó pocos meses después, sin concurso público, la recién creada Compañía Telefónica Nacional de España (CTNE). No parece que esa supuesta bandera de la regeneración con la que arrasaron el poder constitucional primase en su gestión de gobierno. Desde luego, también desarrolló algunas labores que modernizaron y mejoraron algunas deficiencias estructurales.
Inmediatamente después de su caída, durante los meses del general Berenguer, se abrieron paso críticas aceradas entre los cronistas políticos, historiadores del momento y periodistas. Nos recuerda Alejandro Quiroga en su excelente libro Miguel Primo de Rivera. Dictadura, populismo y nación, la aparición de libros y escritos que pusieron luz sobre su represión, su manejo de la justicia, la corrupción, etc. En ellos se definía a los miembros de la dictadura como «un grupo de incompetentes incapaces de darle una salida constitucional al régimen y de enderezar la economía». Se definía aquélla como «siete años sin ley» o «la orgía áurea de la dictadura». Todo ello todavía antes de la llegada de la II República. Una vez en el nuevo régimen, se reafirmaron esas críticas, pero volvieron a aparecer ideólogos del primorriverismo que ensalzaron sus virtudes y proporcionaron un armazón ideológico al futuro régimen franquista. En los primeros años tras la guerra civil, Primo de Rivera fue considerado como un hombre providencial que vino a salvar a España de sus males, siguiendo el modelo de Mussolini y Hitler y destacando sus virtudes militares. Con el final de la II Guerra Mundial, los hagiógrafos de Primo borraron toda referencia a su relación con los regímenes derrotados atendiendo ahora al interés franquista de eliminar toda sombra de relación con la Italia y la Alemania de aquellos dos dictadores.
En los años sesenta se abrió de nuevo paso una historiografía que, desde cierto aperturismo, puso de relieve la dimensión del gobierno autoritario y represivo, aunque a renglón seguido ensalzaba los valores de la dictadura en materia de obras públicas, cuestión de Marruecos, seguridad pública y otros méritos. Y, de nuevo, pero ya en los años setenta, encontramos en los estertores del franquismo la reivindicación por algunos de su figura como un ser campechano y peculiar, cuya acción arbitraria, ilegal y autoritaria era del agrado del pueblo español. Aseveración que claramente carecía de todo rigor científico.
Durante la democracia, los análisis científicos han puesto de manifiesto la tesis de que la dictadura trató de solucionar a la fuerza una crisis interna entre los grupos dominantes en el régimen. Añadiendo la influencia que ejerció sobre el dictador el régimen de Mussolini, señalando el carácter fascistizante y conservador como bases de las que se iba a nutrir luego el falangismo y el régimen dictatorial de Franco. Su carácter afable y su capacidad para entender el mundo de su tiempo le convirtió en un populista autoritario que no fue capaz de llevar a cabo su «revolución desde arriba». La corrupción de su régimen, el desprecio por la ley y por la administración de justicia, el empleo del asesinato contra sus enemigos políticos y la utilización de armas químicas en Marruecos, entre otros factores, forman parte del debe de un personaje que solo en siete años dejó abocado al rey a su caída por haber sido cómplice.
(*) Catedrático de Historia del Derecho y las Instituciones. Universidad de Córdoba
Annual, ‘expediente Picasso’ y gas mostaza
La desastrosa derrota del Ejército de África en julio de 1921, que provocó la muerte de más de 13.000 soldados españoles, fue objeto de una comisión de investigación que dirigió el general Juan Picasso. En su conclusiones se puso en evidencia los numerosos errores cometidos en la gestión militar, pero sin establecer ninguna responsabilidad concreta. Parece que la opinión pública señaló como responsable último al propio rey por alentar irresponsablemente determinadas acciones que a la postre supusieron el desastre. En todo caso, el golpe de Primo de Rivera del 13 de septiembre de 1923 impidió la atribución de responsabilidades por parte de las Cortes, lo que indirectamente benefició al rey. El uso de gas mostaza en las intervenciones militares contra las tropas marroquíes en el Rif ha sido visto por algunos como una venganza, sobre todo cuando leemos lo que dijo Primo al respecto, afirmando que, a pesar de ser enemigo del uso de armas prohibidas por los Tratados de la época, «después de lo que han hecho, y de su traidora y falaz conducta, he de emplearlos con verdadera fruición». Los afanes colonialistas de la época protagonizados por Reino Unido, Francia, Italia, Alemania, Bélgica, Países Bajos y España no han merecido todavía un estudio amplio y profundo que revise la «herencia» dejada por Europa, pues de aquellos polvos vienen ahora estos lodos en forma de migración, regímenes corruptos, inestabilidad política, hambre, nacimiento de un odio a lo europeo, etc. Todo hecho histórico no siempre pierde sus efectos en el tiempo, a veces la Historia lo devuelve con saña.