Todo lo que comienza con septiembre nos eleva los ojos. Volvemos a pisar un escenario que nos recibe, al fin, de otra manera: después de este verano, con todos los azotes del calor masticable y el sopor en la sangre, y tras sobreponernos a los pesos que se dejan atrás, ya no somos los mismos. Pero es que no podemos serlo: afortunadamente, también vamos limando cada ruta mientras nos despojamos de nuestras impurezas. O no podríamos seguir, porque necesitamos recordar que la escritura en marcha de la vida casi siempre se puede retomar para cambiar de trama. Sin embargo, aunque ya no seamos exactamente los mismos y sintamos la carga de ese nuevo tiempo que también se prolonga en nuestra vista, tocamos la frontera de algo que se repite muy dentro de nosotros: la posibilidad de inaugurar, de reiniciar las cosas con la modestia azul que da septiembre. No es que me causen ternura todos los propósitos de enmienda que veo a mi alrededor, incluidos esos afanes de los coleccionistas que descubren, de pronto, que para ellos la vida solamente se mide por la acumulación; es que mis propios buenos deseos, cuando los reconozco, también me dan ternura, pero es otra manera de poder tentar el horizonte. Eso es lo que queremos: trenzar otros recursos al cruzar el abismo que acecha en nuestros pasos. No sólo con la política de fondo, con esa incertidumbre que se puede mirar en la distancia que también va contigo, sino en la propia vida personal. Desde que era pequeño, pero ahora más aún, cada vez que comienza un nuevo curso me llega la excitante sensación de un vacío que tengo que cruzar, morosamente en muchas ocasiones y otras con un ritmo fulgurante. Lo mejor es las ganas de aprender, sentir que siempre hay mundos ofrecidos para ser conquistados con amor. El cauce lento de horas, sin llenarlas de luz, es dejarse morir en la penumbra. Septiembre me parece luminoso porque siempre lo es volar de nuevo. Hagámoslo posible: renacer, una vez más, con entusiasmo.
* Escritor
