En una entrevista del año 2000 Conan O’Brien pregunta al cantante Barry White cuándo le cambio la voz. White poseía una voz grave e impresionante, de bajo wagneriano, como si se le hubiera metido a vivir en el pecho un dragón. Cuando tenía 14 años, de un día a otro, se levantó, fue a hablar con su madre y los dos se llevaron un susto terrible. Durante los próximos días, sus amigos le pedían que dijera cosas con su voz cavernosa y se fascinaban, aunque lógicamente le tomaban el pelo. Interpretando su papel de seductor natural, White apostillaba que «a las señoritas les gustaba».
Barry White pasó a ser extraordinario, o tener extraordinarios materiales con los que trabajar, súbitamente. Me interesa mucho ese momento de descubrir el talento, en el que los niños, los adolescentes, los adultos descubren que son buenos en algo. Cambian el entusiasmo y las posibilidades según la edad. A veces en la gente joven descubrir un talento para algo que no se ama especialmente es una maldición más que otra cosa. Es otras veces liberador, cuando se lleva toda la vida de patito feo y de pronto el cisne extiende las alas. Hablo del talento de verdad, o de las buenas condiciones naturales para algo, y no de la costra de pereza o desidia que se le forme alrededor y lo inutilice, ni de la gente que cree tener talento sin tenerlo, que son los más; o los que no miden correctamente su escala, o no trabajan. Sin trabajo da todo igual.
Me gustan, por esto, los primeros días de curso, en los que los estudiantes universitarios empiezan a descubrir si la carrera en la que han terminado, por vocación o resignación, se les da bien. No es mal criterio dedicarse profesionalmente, precisamente, a algo en lo que se sea bueno. ¿Pero cómo saberlo? Hay alumnos brillantes desde el parvulario al doctorado, otros que se desvían, otros inconstantes, otros a los que les cuesta, otros frustrados porque no obtienen ya los mismos resultados con igual facilidad. Y hay gente que de pronto, por haber encontrado su sitio, o su tono, descubre que tiene un talento inmenso que desconocía. Es emocionante ver sus ojos brillantes y ebrios de curiosidad, tan transparentes que dejan ver los engranajes del cerebro funcionando a todo trapo. Gente a la que de un día a otro, como a Barry White, les cambia la voz, y puede decir cosas que hacen vibrar el pecho.
Un aula universitaria es un sitio en el que pueden tratarse temas con una profundidad y una seriedad que no serían bien recibidas siempre en el exterior. Vivimos en tiempos enemigos de lo solemne, que confunden lo serio con lo aburrido. Es el lugar, malcitando a Amelia Valcárcel, en el que llevar una vida de príncipe sin haber nacido príncipe. Un lugar en el que cambiar la voz y educarla. Y en el que buscar no sólo el talento para lo que se está estudiando, sino para vivir ungido, protegido contra muchos males del cerebro y muchas servidumbres y muchas esclavitudes.
** Abogado