En el Eclesiastés 1.10 se sitúa la zona cero de uno de los axiomas más frecuentemente utilizados; ese ‘Nihil novum sum sole’ («Nada hay nuevo bajo el sol») con el que nos embadurnamos de escepticismo ante cualquier pirueta de la modernidad. Es rotunda y no falta de razón esta frase atribuida a Salomón, si bien la genialidad -o la perversión- del hombre radica en la exponencial variación que realiza sobre los mismos últimos conceptos. Recuerdo aquella entrevista televisiva que le hicieron a Camilo J. Cela, y en el que un aspirante a escritor le pedía una temática para desarrollar una novela: «Un hombre y una mujer se quieren», le respondió este gallego de pro que bien hacía uso de su socarronería. «La cuestión -remató- es cómo plasmar en unas páginas esa temática». Ahí queda eso.
Este lunes finalizó una nueva edición de un programa bendecido por la chispa de Cela. ‘Grand Prix’ ha vuelto a congregar a la audiencia en torno a la pantalla del televisor. Nunca podrá alcanzar las cifras míticas de ‘El Hombre y la Tierra’ y el ‘Un, Dos, Tres’, un mix que hacía de los viernes por la noche casi una fiesta de guardar. Pero es meritorio que el programa de Ramón García -que desafía al Gardel tanguista de los veinte años no es nada- haya captado una variable cuota intergeneracional, ahora que la juventud se aleja del formato clásico televisivo como las sondas Voyager lo hicieron al despegar de la Tierra. Quizá porque este concurso capta, en el buen sentido de la palabra, la simpleza bajo el sol.
Se dice que guardamos en el hipotálamo la visceral agresividad de los tiranosaurios; pero también que nuestra atávica reacción ante los trompazos es el encapsulamiento de la humanización. Los niños no están encallecidos ante la mentira, ergo se ríen ante una fingida caída; el mismo truco que eligió Naomi Watts, la última partenaire de King Kong, para empatizar con la carismática bestia. Grand Prix se hermana con el Eclesiastés del cinematógrafo, las tartas de merengue estrelladas en la cara que para más de uno sigue siendo una de las fantasías cumbre del divertimento; o los golpes y resbalones que entroncan con Charlot, Buster Keaton, El Gordo y el Flaco, y todos aquellos cómicos del cine mudo que embobaban los rostros como los capiteles del Románico. Aún tenemos resortes para percibir el accidente venial, el que siente una atracción fatal por las cáscaras de plátano y encaja Grand Prix en los programas blancos. E incluso de maximizar las vías de escape frente a la crueldad, que en otras latitudes son más llamativas. México, un país castigado por la violencia, distingue bien el lenguaje de los sicarios, frente a esos combates a muerte de mentirijilla de sus luchadores enmascarados.
Y, cómo no, Grand Prix es un homenaje a la sublimación rural, con esa idealización del terruño que cotiza al alza en tiempos de despersonalización. El verano es la estación que mitifica a los pueblos, incluyendo las charangas, los brindis con calimocho o esa evocación sobreactuada de los amores en el heno.
Veinte años después, este Gardel de Bilbao ha emprendido su particular cruzada contra la España vacía, una Champions de hilarantes porrazos y una demostración de que los buenos gimnasios no son patrimonio exclusivo de los urbanitas. Este programa se ha unido al Gordo de Navidad, a las compras en El Corte Inglés, a la reverencia por el aceite de oliva y al trasnoche como otro de los intangibles de la cohesión nacional. Como en el caso de Berlanga, la vaquilla ha sido la sacrificada en esta edición, sustituida por una más humanizada y musculada con poliespán. Adiós al Grand Prix. Bienvenida una avanzada vendimia.
*Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor.