Llegan avances a muchos pueblos de la España profunda, pero parece que en ocasiones ello no provoca una evolución en la mentalidad cerril de algunos de sus habitantes. Este mes he conocido una historia desgarradora que de inmediato me transportó a la noche en que Pura Vicario cose a puñetazos a su hija Ángela, cuando esta es devuelta a sus padres, tras descubrir su recién estrenado esposo que no había llegado virgen al matrimonio. La joven quedó deshonrada ante todo el pueblo, hasta que sus hermanos asesinaron al hombre que supuestamente había acabado con su virginidad, ‘conditio sine qua non’ podía una mujer presentarse ante el marido. Si Gabriel García Márquez publicó ‘Crónica de una muerte anunciada’ en 1981 y se supone que los hechos «ocurrieron» casi treinta años atrás, estaríamos en los años 50 de la Colombia profunda. Asimismo, el suceso que me ha sobrecogido me trasladó a la noche en que la joven Adela se suicida porque cree que su enamorado, Pepe el Romano, ha muerto. Más importante que vivir de forma natural el dolor de una madre es que los vecinos de Bernarda Alba tengan claro que su hija ha muerto virgen. Parece ser que Federico García Lorca se basó en una viuda llamada Frasquita Alba, que vivía en Valderrubio, lo que nos lleva a la España profunda de los años 30.
Realmente me ha impactado observar que algunos pueblos de la España del siglo XXI se asemejan mucho más de lo deseable a los lugares y tiempos en que García Márquez y Lorca se inspiraron en sus obras. Una mujer de 43 años tiene novio desde hace más de tres lustros. Ella no abandona el hogar paterno, pues debe hacerse cargo de su madre enferma y, a las órdenes de un padre déspota, ha de seguir trabajando las tierras familiares. El novio tampoco tiene valor para salir de su hogar, quizás porque tiene grabada a fuego una doble moral que no ha podido pulir con un mínimo de formación escolar. Sus encuentros, furtivos, en los pajares, dan rienda suelta a lo que, si no se menciona, no existe. Y un día engendran a una criatura, que crece durante nueve meses en el vientre de quien guarda silencio. Llega el momento en que la parturienta siente esos dolores que indican que ya no hay vuelta atrás, y teme tanto las represalias de sus progenitores y la lengua viperina de las gentes de su aldea, que acude a Urgencias fingiendo tener un cólico. En el centro de salud no sospechan nada y le inyectan una dosis de calmante, la cual provoca que unas horas después nazca un niño muerto. Al regresar a casa, como Ángela Vicario, recibe una paliza, y, como la hija de Bernarda Alba, continúa siendo virgen a los ojos del pueblo. «¡Qué buena madre sería, si tuviese hijos; pero es tan buena hija, que cuidará de sus padres hasta el final», murmuran. Sin embargo, la que firma este artículo ha recibido demasiadas veces comentarios de las mismas vecinas que alaban a la madre fallida: «Nunca imaginamos que llegases a ser una buena madre». Ante mi cara de perplejidad, justifican: «De joven lo pasaste bien, tuviste novios, trabajas y estudias». Y entonces es cuando me doy cuenta de que Pura Vicario y Bernarda Alba están más vivas que nunca. Toda la aldea es conocedora de lo que sucedió con la que hubiese sido muy buena madre. Y, mientras yo les sorprendo con dotes inesperadas, los que no llegaron a ser padres han sustituido el pajar por la cama de quienes, ya ausentes, gobernaron sus vidas.
Cuando Lorca encuentre en el más allá, si hay un lugar para ellas, a todas las Bernardas, les dirá: «La vida hay que mirarla cara a cara. Ellas, vuestras hijas, no morirán vírgenes». Y a las que quedan por aquí haciendo comentarios insolentes yo misma les respondo: «Nosotras ya no fingimos llegar vírgenes al matrimonio y elegimos en libertad a nuestro amor. Tal vez por ello seamos grandes y felices madres. ¡Silencio! ¡A callar he dicho!».
* Lingüista