Alguien pensó que devolverle a Harrison el sombrero y el látigo era suficiente para hacer zarpar las naves de nuestra vieja nostalgia. Y zarpó la nostalgia, pero no llegó el cine. Ya en ‘Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal’, cuando Indy todavía era Indy, asistimos al último regreso del héroe. Pero estábamos en el ya lejano 2008; ahora, en 2023, no compras la entrada para ver una película, sino un crepúsculo. Porque en ‘Indiana Jones y el dial del destino’ hasta Harrison Ford nos mira desde fuera. Puede haber ahí un resto de belleza, una especie de ocaso verdadero, porque ha perdido la fuerza y el ingenio, se ha dejado atrás el arrojo vibrante de su voz.
Y aunque no sea la intención de Disney, que compró el personaje, al diluir sus contrastes y reducirlo a la cazadora y el sombrero, esa ausencia de brillantez y matices podríamos reconducirla benévolamente: porque también a Indiana le ha pasado la vida por encima. Lo que han cambiado son los escritores que le daban vida: por eso el guión es tan enmarañado como previsible y falto de energía.
Pero estamos en la entrega final: hay persecuciones y objetos místicos --hasta una réplica de la lanza de Longinos, con la que atravesó el costado de Jesucristo en la cruz-- y, por supuesto, hay nazis. Pero falta la chispa, ese asombro despierto en los ojos de Indiana, saber que lo que pasa por sus manos puede determinar del destino del mundo. Por faltar, falta un buen desenlace, que podía haberlo sido con Indy exiliado en otro tiempo. Faltan, en suma, ese canalleo y la osadía, el calambre del vértigo en la piel cuando el látigo cruza y rasga el aire. Faltan los diálogos. Como cuando Disney compró ‘Star Wars’ y también se creyó que dándole un chaleco y su pistola láser había vuelto Han Solo, pero no. Es un fin de época: ya ni lo descaradamente comercial es lo que era. Adiós, Indiana. Has vuelto a hacer felices a todos los padres y los hijos que han vivido tu última aventura como un acto de amor.
* Escritor
