Opinión | Vuelva usted mañana

Congreso y lenguas cooficiales

La Cámara Baja es la cuna de la soberanía nacional, de toda la nación española

Otra vez volvemos a reivindicaciones que no deberían ser atendidas, entre ellas las referidas al uso de las lenguas vernáculas en espacios ajenos a su territorio y, por tanto, incomprensibles para el común de los españoles.

El Congreso de los Diputados es la cuna de la soberanía nacional, de toda la nación española. Es un lugar en el que se aprueban leyes que a todos vinculan. Y es espacio de debate en el que las distintas formaciones políticas desarrollan sus programas y se posicionan al respecto de la labor legislativa. En su seno se evidencia la confrontación entre las diferentes opciones sobre asuntos de interés general, no particular. Todos los ciudadanos, pues, tienen derecho a acceder a los debates parlamentarios, sin obstáculos artificiales creados por un singularismo exacerbado y sin intermediarios en forma de traductores que minan la expresividad del orador presencial, que traducen, pero que no transmiten la plenitud de lo conversado.

El uso de las lenguas autóctonas en el Congreso supone un límite a los derechos de la totalidad de los que son los titulares de la democracia, de la soberanía nacional, no los partidos, no los territorios, sino las personas. Limitar el acceso pleno a su actividad es una forma de cercenar esa soberanía que no es de un territorio, sino de las personas y no de algunas de ellas, sino de todos los españoles.

No se trata, pues, de que los diputados entiendan o se entiendan entre sí, algo que no es baladí, sino de que los ciudadanos lo hagan. Y no debe olvidarse que la publicidad rige la actividad parlamentaria y que la publicidad no puede limitarse con obstáculos irrazonables, no justificados o no proporcionales al efecto producido en los derechos fundamentales.

El empecinamiento regionalista, de cortas miras como suele suceder, no es compatible con una democracia de calidad y antepone lo particular a lo general. Calificar de progresista algo que atenúa el conocimiento pleno de la actividad legislativa exige asumir como tal lo que dista mucho de constituir un avance. Que ciertos partidos nacionalistas, cuya razón de ser o sus señas de identidad sean las propias de su visión acotada de la vida, puede ser comprensible, pero que SUMAR apoye el uso de las lenguas autóctonas en el Congreso, calificando esta medida como avance, nos pone delante de la crisis de las definiciones de progresismo y conservadurismo.

Muchos problemas plantean ya el uso de dichas lenguas por instituciones autonómicas cuando producen actos administrativos fuera de su territorio; por ejemplo, multas en Cataluña que llegan a un andaluz en catalán. Un absurdo que genera consecuencias en los administrados y que no tiene otra pretensión que la insistencia en normalizar lo que no es normal. Pero llegar tan lejos como supondría el uso de aquellos idiomas en el Congreso no es equiparable a un acto meramente administrativo, que puede ser nulo o anulable. Los efectos afectan a la democracia misma.

El castellano es la lengua común, así reconocida en la Constitución y, salvo excepciones, hecho admitido por ser real e innegable. Y todos los españoles tienen el deber de conocerlo. Las diversas lenguas españolas también tienen su lugar, donde son cooficiales, pero no lo son fuera de aquel en el que son de este modo reconocidas. Y las instituciones nacionales, por su carácter deben ser ajenas a lo que es propio de cada territorio.

El Senado es una cámara de representación territorial, razón por la cual ese uso es amplio; pero el Congreso es nacional e implantar el mismo régimen no es compatible con la naturaleza de nuestro modelo bicameral.

La situación provocada por el resultado electoral no puede ser aprovechada por pretensiones que debiliten los derechos de la ciudadanía contra la propia lógica o por aspiraciones que, en su caso, necesitarían de un debate profundo y general, no simplemente de la rentabilidad del voto.

Alguna vez habrá de entrar a fondo en el complejo tema de la estructura de la nación, que no ha quedado resuelto a la vista de las seculares disputas no cerradas. Pero mientras se hace no es posible fracturar los derechos de la ciudadanía. La prudencia debe presidir los actos políticos. La legalidad de esta medida no debe aceptarse sin discusión y de implementarse con seguridad llegaría al Tribunal Constitucional.

Hay materias muy sensibles que están por encima de la confrontación política y como tales han de valorarse. Y algunas de ellas con efectos muchas veces ni siquiera apreciados por una política que camina con excesiva rapidez, muy alejada de la ciudadanía que vive, pues, al margen de decisiones que solo tienen valor para el juego político. Acercar la política a la gente es legislar conforme a su forma de ser y vivir. Cambiar una sociedad es tarea que debe atender a lo que interesa a la ciudadanía, no a lo que sirve a los solos fines de las diversas formaciones. Los partidos deben representar a la sociedad y canalizar sus necesidades y deseos, no frustrarlos o ignorarlos con políticas que no se reclaman en la calle y que carecen de trascendencia para la vida ordinaria o generan confrontación innecesaria.

*Catedrático de Derecho procesal de la UA

Suscríbete para seguir leyendo