Opinión | CALIGRAFÍA

Cines de verano

Dábamos por sentados cine de verano y patios, en Córdoba, porque hay cosas de la ciudad que parecen venirle de nacimiento, genéticas, sin intervención de nadie. Es hermoso y terrible que los patios, abrazados como identidad, existan porque una señora alza la regadera aunque le duela la espalda. Un castillo construido sobre una maceta. Yo creía que los cines de verano eran un fenómeno obrado por el Ayuntamiento y sobre todo pensaba que podían ser un empeño vecinal. La suave decadencia de los patios, el funcionamiento de los ambigús, el resultado profundamente cordobés de mirar lo reciente parapetados en lo conocido y propio (y la cosa verbenera de saludar al acomodarte a media Córdoba, cómo estás, pues aquí a ver qué ponen, me han dicho que está bien), el hecho de convivir en el cine de verano un público muy tradicional con la gente que igual termina la noche en el Clandestino o el Automático, comprendiendo todos la belleza de ver la película con el crujir del serranito; parecía un hijo de muchas sangres. Pero no.

Resulta que esta supervivencia casi única en Córdoba dependía de una sola persona, que se lo había echado a la espalda y gestionaba con su empresa Olimpia, Fuenseca, San Andrés y Delicias: D. Martín Cañuelo, fallecido recientemente. En justicia, el empeño de don Martín era posible porque en el PGOU se tuvo criterio y sensibilidad, y no se eliminaron de raíz los cines de verano. Pero ha muerto don Martín y ha muerto, por el momento, el cine. La lógica es evidente: mientras no se ordene su sucesión, no pueden tomarse las muchas decisiones de gestión y explotación que hay detrás, y no es llegar y topar, hay un trabajo ímprobo detrás. 2023, parece, queda sin estos cines.

Me pregunto si, a la vista de que cuando las cosas del bien común dependen de una sola persona se pone sobre esta un peso atlántico, no sería un momento razonable para blindar el trabajo de Esplendor Cinemas, o hacer a los herederos una razonable oferta de adquisición pública, o comprar acciones de nuestros cines como del equipo de fútbol de cada uno. Muerto el cine Alkázar, muerto el Isabel la Católica, estrangulados negocios de generaciones a lo largo y ancho de la ciudad con la soga interminable de franquicias y logos pretenciosos y el enésimo cebadero con menú a 7,40, deberíamos tomar ciertas cosas de la ciudad como trincheras.

Ojalá estar ahora intoxicado de jazmines, de rumor de conversaciones, cómodo en la silla como en un trono, contemplando la misma pantalla la gente y los gatos; y haber llegado a los cines como a palacios escondidos, deshaciendo los laberintos de calles que a los cordobeses se nos hacen rectas. No nos quedemos también sin esto, por favor.

** Abogado

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