Lo que más incomoda al turista neurótico o ‘turismófilo’ es la carencia de permiso para autorretratarse junto a las pinturas del Prado (habría que verlo con ‘Las tres gracias’ de Rubens a su espalda, tapándose él la boca en mojigato gesto). Por eso allí ni entra, limitando su andadura a un selfi en la esquina del edificio: «Estuvimos en el Prado», compartirá, «fue increíble», como todo, increíble o sencillamente maravilloso.
El ‘turismófilo’ posa junto al Puente Romano, con la Calahorra en la lejanía, o bajo la Puerta del Puente, a la carrera, sin conocer dónde está. No repara en molinos, corrientes de agua, piedras, columnas, no «respira» la atmósfera, porque el objeto de su visita, el eje central de su paso por Córdoba, el ‘leitmotiv’ de su saga viajera con plasmación instantánea en redes no es otra cosa que su jeta. Su bonita cara (el ‘turismófilo’ puede llegar a ser muy guapo/a) gobierna como tema central de un cuadro cuyo paisaje de fondo se evidencia irrelevante para el ‘turismófilo’, pero de mucho, pleno valor testimonial para la saga viajera de su ‘Insta’ y los posibles (que más quisiera él/ella) seguidores o esporádicos ‘megustómanos’.
Y es que toda actividad lúdica del ‘turismófilo’, sea asistir a un concierto, un mitin, un palacio, una playa o alcantarilla, encuentra la razón de ser en su rostro, alegoría de un súper-yo de base comercial, elevado a la máxima, desnudo del mínimo «ello» y no digamos «yo», representado en ese precioso fragmento de carne de expresión metodológicamente distorsionada según el modelo tendencia en redes, ‘quizir’: labios en beso a lo bótox, cuando no sonrisa plana con sutil exhibición de incisivos inferiores y, como es de esperar, hoyuelos colaterales (artificiales) en carrillos; mentón orgulloso con estiramiento de cuello y elevación de cejas, todo en tres cuartos a cámara. Eso en lo que respecta a la ‘turismófila’; la ‘performance’ de su macho (asisten en pareja, por ley de vida) se ciñe a la circunstancial cara de imbécil de un improvisado fotógrafo cuyas directrices no se respetan.
El día en que el ‘turismófilo’ cutre pise la Luna igual que pisa Nueva York, Venecia o Córdoba, en manada y pareja, derrochando su ‘yoísmo’ más estéril y a la vez destructivo, con pie de elefante digital en museo de porcelana, y se plante allí con todos sus Donuts y Coca Colas y demás excrementos propios de su gremio y coeficiente urbano, ese día la humanidad sí que habrá dado el verdadero, histórico Gran Paso, atrás.