Opinión | PAVESAS

Despedida y cierre

Hay personas que no saben despedirse. Recuerdo a un antiguo compañero de estudios: al terminar las clases, bajábamos juntos la colina sobre la que se alza el edificio de la facultad. Era un ser introvertido, lacónico, hermético. Colina abajo, sin embargo, se desparramaba de pronto, convertido en un torrente de palabras. Trotábamos al ritmo alocado de sus monólogos. El problema surgía cuando alcanzábamos el punto donde nuestros caminos se separaban. Como era imposible meter una cuña en el adoquín de su discurso, la despedida se prolongaba mucho más allá de lo debido. No podía ponerle freno. Recuerdo un día en el que ni la lluvia lo consiguió: el agua resbalaba por nuestras frentes, pero él seguía con su cháchara. ¿Cómo censurar esa conducta, si yo mismo cultivaba todo tipo de rarezas? La juventud es un río oscuro movido por corrientes todavía más oscuras, las cuales levantan -al rozar la superficie- ondulaciones muy extrañas.

Con el tiempo he conocido a personas de distintas edades que experimentan idéntico desasosiego cuando toca poner fin a un encuentro -inquietud que no puede ser atribuida ya a las turbulencias que anteceden a la etapa adulta. Llega el momento de despedirse, pero ellas no pueden dejar de hablar. No parecen encontrar en ello placer alguno: con voz vacilante, encadenan frases sin sentido que sirven de simple relleno y generan inquietud en quienes las padecen. Sus palabras no son fruto de un alegre derroche, sino esquirlas desprendidas de la desesperación. ¿Cómo explicar este trastorno en personas que hace tiempo dejaron atrás sus años mozos? ¿Tal vez teman parecer grose-ras, y dilatan así la despedida para que sea el otro quien inicie la retirada, como si decir adiós fuera un atentado contra las buenas costumbres? Con la edad, sin embargo, casi todos hemos aprendido a despedirnos: el emisor transmite señales que el receptor recoge y descodifica, y que se traducen más o menos así: «¡Se me hace tarde, hasta otra!».

Hay personas incapaces de reconocer esas señales cuando llegan a sus averiadas antenas. ¿Sufrieron acaso alguna herida en su proceso de socialización la cual aún supura? Yo veo en ellas, más bien, a seres hiperestésicos que viven cada despedida como un anticipo de la gran despedida; que sienten que dejar al otro (aunque sea por unas horas) es permitir que el otro muera cuando ellos se vuelven -o peor aún-: morir ellos para quienes de ellos así se alejan. No saben, como dijo Rilke, que vivimos siempre en despedida, y que ver partir a alguien por un tiempo debería ser cosa tan poco dramática como ver caer las hojas de los árboles, sabedores de que tras el otoño y el invierno llega siempre la primavera.

** Escritor

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