Opinión | a pie de tierra

El silencio también es cultura

La convivencia no es posible si se construye a costa del abuso de unos sobre otros

Córdoba es resultado paradigmático de un proceso de síntesis cultural, urbanística y arquitectónica que ha sabido generar una forma peculiar de entender la vida; un prototipo de ciudad histórica a la que es posible acercarse de mil formas diversas, pero que en estos últimos años está siendo sistemáticamente invadida y sufre un proceso de reconversión salvaje, con la fiesta, el turismo, el pan y el circo como únicos hilos conductores. Bares, terrazas y veladores en sustitución del comercio tradicional; caos circulatorio; actitudes incívicas; aparente falta de rumbo..., son sólo aspectos parciales de un problema de enorme alcance que degrada a marchas forzadas el día a día de quienes habitan el centro histórico, agredidos a la vez que ninguneados como si la urbe perteneciera a quienes vienen de fuera y no a ellos que la habitan. Las asociaciones ciudadanas insisten una y otra vez: si se expulsa a los vecinos en beneficio de la industria hotelera y restauradora, se acabará convirtiendo el corazón de la urbe en un parque temático con el negocio como único hilo conductor y provocará un desastre de irreversibles consecuencias en las formas cordobesas de ser y de identidad, que son, precisamente, las que atraen cada año a decenas de miles de turistas y las que justificaron en su momento nuestros títulos como patrimonio de la humanidad.

Toda sociedad que se precie debe reivindicar su derecho fundamental e inalienable a la salud, el descanso y la integridad física y mental; un espacio urbano tranquilo, silencioso, ordenado, limpio, pulcro y educado, en el que convivir no implique molestias para nadie, porque el silencio también es cultura y matiz definitorio. Paradójicamente, las autoridades no paran de hacer concesiones al sector hostelero, como si fueran los únicos que nutren la sociedad o estuviesen en deuda con él. Lo demuestra la nueva regulación de actividades recreativas aprobada por la Junta de Andalucía, que amplía las concesiones a bares y terrazas en materia musical. Los portavoces de la hostelería argumentan que es una oportunidad para desarrollar nuevas formas de hacer cultura, pero ¿qué pasa con los ancianos, los enfermos o los vecinos que deseen vivir en paz y no ser molestados? ¿Qué hay de sus derechos? ¿Es que son ciudadanos de segunda? Ya en 2016 los Defensores del Pueblo españoles denunciaron las agresiones acústicas como un problema gravísimo de salud colectiva, en línea con la Directiva Europea del Ruido, la Constitución y el Estatuto de Andalucía. La convivencia no es posible si se construye a costa del abuso de unos sobre otros.

Añádanse a los problemas indicados los derivados de la sobreocupación de sus calles (conciertos, carreras, procesiones...) y el corte frecuente de las mismas; la suciedad y el desorden; la falta de señalización adecuada y de servicios; la multiplicación de solares abandonados; el cableado omnipresente en fachadas, calles y plazas; la proliferación de antenas y aparatos de aire acondicionado; la cartelería invasora; la mendicidad callejera; la economía sumergida, que suele generar empleo de muy baja calidad, precario y mal pagado, o el turismo de borrachera, indómito, hortera y desmesurado…, y se obtendrá una imagen más completa y descarnada de los problemas que padece el centro histórico, donde quienes parecen sobrar son sus propios habitantes.

Se entiende así el abandono progresivo del mismo por parte de quienes lo han hecho posible en beneficio de la hostelería, las multinacionales y los compradores de mayor poder adquisitivo o los apartamentos turísticos, al tiempo que de forma silenciosa pero imparable desaparecen tipologías arquitectónicas milenarias basadas en el esquema de la casa-patio en beneficio de locales comerciales que, a su vez, falsean o enmascaran la imagen urbana disfrazándola. El centro histórico se está transformando en puro cascarón de huevo, que tal vez mantendrá durante algún tiempo el hálito, pero a costa de su desnaturalización, de alterar por completo su tradición, romper su equilibrio y expulsar a los vecinos, que son quienes le han dado su carácter singular, construyéndolo y viviéndolo en primera persona durante siglos. Existen mecanismos normativos como el Plan Especial para la Protección del Casco Histórico que deberían estar velando por que esto no ocurriera, pero dicho documento es de 2003, y las cosas y la gente han cambiado mucho en la ciudad desde entonces. Urge, por tanto, una nueva regulación. Es hora de escuchar a técnicos y vecinos, de sentarse a reflexionar sobre el mensaje que unos y otros transmiten y reaccionar en consecuencia antes de que todo sea irreversible. La responsabilidad institucional al respecto, por más que obedezca a claves políticas o ideológicas, es enorme; incluso aunque se trate de pura ignorancia. Ya lo dije en otra ocasión: una sociedad que, como manda la Ley de Patrimonio Histórico Andaluz, no asume la herencia patrimonial, material e inmaterial que ha recibido, cuidándola y acrecentándola sin pervertirla para transmitirla a su vez, es una sociedad abocada a perder su anclaje en la historia, que no se respeta. Córdoba debe reivindicar su esencia como cultura, pero también sus claves como ciudad. Ya casi no se reconoce.

*Catedrático de Arqueología de la UCO

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