Opinión | PAVESAS

Otra vez los malos modales

Algunos columnistas sostienen que las malas maneras de estos políticos influyen en la sociedad

Como almas en pena vagan por las páginas de los periódicos columnas muy sentidas que lamentan los malos modales que se gastan hoy en día nuestros políticos. Proliferan tanto estos artículos, sus llantos suenan en verdad tan afligidos, que me lo pienso antes de añadir uno más a ese desfile tan lúgubre. Sospecho que, por su gran número, este tipo de textos está a punto de alumbrar un nuevo género periodístico, algunos de cuyos cultivadores hacen gala, por cierto, de unos modales tan malos como los que critican. Me propongo en las líneas que siguen esbozar una tosca taxonomía de esta especie que, ya desde sus primeros brotes, exhibe una variedad de formas sorprendente. Algunos columnistas sostienen que las malas maneras de estos políticos influyen muy nocivamente en la sociedad. Debilitan el carácter representativo de la democracia, pues --al mostrar al ciudadano con toda crudeza el carácter ramplón de quienes actúan en su nombre-- propician el absentismo. Otros comentaristas, quizás más ecuánimes, afirman por el contrario que esa pandilla de malcriados que rige nuestro destino colectivo no ha llegado hasta aquí procedente de otro planeta, sino que constituye un reflejo fiel de la sociedad, la cual la alimenta con sus votos y se regocija en secreto con sus modos tabernarios. Marcar una frontera rígida entre políticos y ciudadanos es la vía que estos han encontrado para externalizar una responsabilidad que en realidad les pertenece, como un niño que abronca al palo con el que acaba de golpear a su compañero.

Otra fuente de disputas entre publicistas se centra en la atribución, dentro de la clase política, de ese tono bronco: ¿quién mete más cizaña: la izquierda o la derecha? Algunos otorgan a esta el principal protagonismo. La acusan de creer que las instituciones del Estado son suyas. De ahí que, ahora que se encuentran en la oposición, sientan que les han sido arrebatadas. Con acritud tildan de ilegítimo a un ejecutivo que --según las reglas del modelo parlamentario-- goza, sin embargo, de todo el apoyo necesario para desempeñar sus funciones. La postura contraria se ceba con la izquierda. Esta --afirman--, consagrada desde sus orígenes a remover los cimientos del sistema, se muestra en todo momento faltona y beligerante, incluso cuando adopta formas moderadas.

Hay quienes argumentan que la línea divisoria no hay que fijarla entre izquierda y derecha, sino entre partidos extremistas y formaciones templadas. Pero ni siquiera hay acuerdo en señalar qué extremo provoca tanta discordia. Unos señalan a UP y sus tics de asamblearismo universitario sesentayochista; otros sostienen que Vox nació para sembrar el caos que toda derecha radical necesita para salvar a la patria, es decir, para ocupar el poder. Ambos «extremófobos» comparten cierta nostalgia por los buenos viejos tiempos del bipartidismo. Olvidan --sostiene la postura contraria-- que por aquellos años en los que ni Vox ni Podemos aún existían, había ya quien hablaba de «traición a los muertos» para criticar la política antiterrorista del gobierno, o quien encargaba vídeos de pésimo gusto en los que el rival aparecía bajo el disfraz de un dóberman malhumorado. ¿Sabe alguien cómo poner fin a este alboroto? También aquí abundan las «soluciones», algunas de ellas mágicas. En efecto, hay columnistas confianzudos que consideran que todo esto se arreglará el día en el que los políticos, acallando por un momento sus disputas, lean con atención sus propias columnas: tan bien compuestas están, son tan elocuentes, que seguro que ceden de buen grado a la fuerza de sus argumentos. Otros, más cautos, reclaman medidas de mayor contundencia. Fuera del Parlamento, todo infundio o calumnia deberá ser llevado por su destinatario ante los tribunales de lo Penal en forma de querella. En sede parlamentaria, el insulto --despojado por el Tribunal Supremo de la condición de delito--, deberá ser erradicado por el presidente de la Cámara. Este adoptaría así el rol de un maestro frente a la turba de unos alumnos díscolos.

Supongo que esta corriente se escindirá pronto en dos: una dura y otra más blandita. Y dado que trazamos analogías con alumnos y maestros, ambas posiciones no tardarán en teñirse de tintes pedagógicos. Habrá quien reclame mayor firmeza por parte del maestro, digo, del presidente, que castigará a los diputados gamberros con llamadas al orden, requerimientos o expulsiones. Otros, de sensibilidad menos «autoritaria», se inclinarán por usar medios más suaves con los que disolver las disrupciones: ‘power points’, murales, canciones, proyectos en grupo, lluvia de ideas y otras experiencias educativas inspiradoras. Todo desde una perspectiva lúdica, por supuesto, no vaya a ser que nuestros representantes se desmotiven, rebuznen y vuelvan a las andadas.

 ** Escritor

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