Opinión | PARA TI, PARA MÍ

Mayo, patios, romerías... y María

Córdoba ensalza en mayo el esplendor de la vida. Y lo hace con sus fiestas y con sus romerías en torno a los santuarios marianos

Córdoba entroniza el mes de mayo en el museo universal de las flores y en el paisaje multicolor de las romerías marianas, a lo largo y a lo ancho de sus pueblos. Mayo es en Córdoba, la capital de la primavera. Y sus patios, bellamente ensalzados por Juan José Primo Jurado, el pasado 21 de abril, en una conferencia organizada por el Círculo Cultural Averroes, en la que puso de relieve no sólo su historia sino su esencia más viva, centrada en aquellas «casas de vecinos» habitadas por varias familias, unidas en sus afanes y avatares, en sus costumbres y sus reuniones, compartiendo alegrías y tristezas, con el patio como espacio para la convivencia humana y los acontecimientos familiares. Córdoba ensalza en mayo el esplendor de la vida. Y lo hace no sólo con sus fiestas sino con sus romerías en torno a los santuarios marianos. La silueta de María, con su triple maternidad, -Madre de Dios, Madre de la Iglesia, Madre de todos nosotros-, se alza como «antorcha de fe» y, por tanto, como «mujer creyente», como «luz de salvación» y, por tanto, como «mujer evangelizadora»; y como «acompañante» de una humanidad sedienta, y por tanto, como «mujer, portadora de alegría». María, la creyente, es ensalzada por su prima Isabel y declarada «dichosa porque ha creído», por haber acogido con fe la llamada de Dios a ser Madre del Salvador. Ha sabido escuchar a Dios; ha guardado su Palabra dentro de su corazón; la ha meditado; la ha puesto en práctica cumpliendo fielmente su vocación. María es Madre creyente. En segundo lugar, contemplamos a la Virgen como «mujer evangelizadora»: ofrece a todos la salvación de Dios que ha acogido en su propio Hijo. Esa es su gran misión y su servicio. María evangeliza no sólo con sus gestos y palabras, sino porque allá a donde va lleva consigo la persona de Jesús y su Espíritu. Esto es la esencia del acto evangelizador. Y en tercer lugar, contemplamos a María, como «portadora de alegría». El saludo de María comunica la alegría que brota de su Hijo Jesús. Ella ha sido la primera en escuchar la invitación de Dios: «Alégrate... el Señor está contigo». Ahora, desde una actitud de servicio y de ayuda a quienes la necesitan, María irradia la Buena Noticia de Jesús, el Cristo, al que siempre lleva consigo. Ella es para la Iglesia el mejor modelo de una evangelización gozosa. El pensador francés Blaise Pascal se atrevió a decir que «nadie es tan feliz como un cristiano auténtico». Pero, ¿quién lo puede creer hoy? La inmensa mayoría piensa más bien que la fe poco tiene que ver con la felicidad. En todo caso habría que relacionarla con una salvación futura y eterna que queda muy lejos, pero no con esa felicidad concreta que ahora mismo nos interesa. Más aún. Son bastantes los que piensan que la religión es un estorbo para vivir la vida de manera intensa, pues empequeñece a la persona y mata el gozo de vivir. Vivir como cristiano, ¿no es fastidiarse siempre más que los demás? ¿No es seguir un camino de renuncia y abnegación? ¿No es, en definitiva, renunciar a la felicidad?

Esta batería de preguntas, a primera vista congruentes y convincentes, tiene una primera respuesta, en forma de pregunta: «¿No será que la fe que muchas personas dicen tener, está muy lejos de la verdadera fe, es decir, la que brota de una intensa experiencia religiosa, de un «encuentro con Dios» que toca el corazón y nos hace ver y saborear en qué consiste la verdadera felicidad? Estamos viviendo unos tiempos en los que cada vez más el único modo de poder creer de verdad va a ser para muchos aprender a creer de otra manera. Ya el gran converso John Henry Newman anunció esta situación cuando advertía que una fe pasiva, heredada y no repensada, acabaría entre las personas cultas en «indiferencia», y entre las personas sencillas en «superstición». La fe es siempre una experiencia personal, como lo es, por ejemplo, un enamoramiento. No basta creer en lo que otros nos predican de Dios. Cada uno solo cree, en definitiva, lo que de verdad cree en el fondo de su corazón ante Dios, no lo que oye decir a otros. Para creer en Dios es necesario pasar de una fe pasiva, infantil, heredada, a una fe más responsable y personal. Esta es la gran pregunta que debemos formularnos con toda honestidad: «¿Yo creo en Dios o en aquellos que me hablan de Él?». La fe que define a un cristiano no es el ser virtuoso u observante, sino el vivir confiando en un Dios cercano por el que se siente amado sin condiciones. ¡Qué visión tan espléndida, tan maravillosa! Mayo es el mes de María. Paul Claudel le dedicó un bellísimo poema, del que me quedo con estos versos: «Vengo solamente, oh María, / para contemplarte... / contemplar tu rostro, /dejar al corazón que cante / en tu propio lenguaje».

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