Opinión | la espiral de la libreta

El quinto entierro de Primo de Rivera

Vuelvo a la magnífica novela de Ignacio Martínez de Pisón, Castillos de fuego (Seix Barral), sobre la inmediata posguerra (1939-1945), que lleva tres merecidas ediciones en solo dos meses de andadura. El artefacto narrativo, de una amplitud panorámica, contiene combustible para una jugosa serie de televisión por el claroscuro de subtramas contrapuestas. Desde luego, el arranque resulta cinematográfico a más no poder: la primerísima escena recrea el traslado del cadáver de José Antonio Primo de Rivera desde el cementerio de Alicante --lo fusilaron al inicio de la Guerra Civil-- hasta el monasterio de San Lorenzo de El Escorial, en un periplo a pie que duró diez días. Noche cerrada y helor de escarcha. Cirios y hachones iluminaban la multitud esparcida por la planicie y el féretro, cubierto por la bandera falangista y a hombros de 16 jóvenes «que desafiaban el frío con sus camisas desabrochadas y sus mangas recogidas hasta el antebrazo». Se relevaban cada pocos kilómetros, de retén en retén. Fue una operación diseñada por Ramón Serrano Súñer con el fin de convertir al fundador de Falange en mártir de la «cruzada», a pesar de la complicada relación que mantuvo con Franco. José Antonio había muerto a los 33 años, la misma edad que Jesucristo.

El lunes, esta vez sin épica, en la intimidad, como debe ser, han vuelto a exhumarse sus restos para escoltarlos desde el Valle de Cuelgamuros (antes de los Caídos) hasta su nueva sepultura, en el cementerio de San Isidro. Cuatro traslados, cinco entierros: el cadáver más trasegado de la historia de España. La familia Primo de Rivera ha prestado su colaboración para el cumplimiento de la ley de memoria histórica, en virtud de la cual ningún responsable del golpe de Estado de 1936 puede permanecer enterrado en otro sitio que no sea un cementerio.

El escritor Tomás Eloy Martínez dijo en su día que su país natal, Argentina, tan cercano y cómplice, tenía especial querencia por la necrofilia, refiriéndose a los azarosos viajes del cadáver de Evita, el cuerpo secuestrado del general Pedro Aramburu y la profanación de la tumba de Perón. El símil resulta muy sugestivo y, en parte, ha venido empleándose implícitamente a esta orilla del Atlántico: no hagáis política con los muertos, dejad de dar la tabarra con guerra del abuelo y tal. Pero más bien se trata de lo contrario, de que descansen de una vez en paz, anónimos, sin enaltecimientos infames. Han hecho falta 87 años. Ahora queda pendiente la retirada del general José Moscardó del Alcázar de Toledo.

*Periodista y escritora

Suscríbete para seguir leyendo