Opinión | TRIBUNA ABIERTA

La Ribera de los dioses

El paseo es el más propicio para que el cerebro se sienta descansado para hacer lo que le parezca

Leo que dos profesores de la Universidad de Stanford (USA) han comprobado que pasear estimula la creatividad. Que, como es una actividad que no requiere un esfuerzo consciente, permite liberar (además de dopamina, serotonina y otras «inas») la atención hacia toda clase de materias y mundos, constituyéndose en el estado perfecto para innovar. Lo cuenta, en ‘El País’, Karelia Vázquez, aunque ya Aristóteles debió intuirlo en el Peripatos. O Don Teodomiro Ramírez de Arellano en tiempos más cercanos. Quizá por ello Córdoba tenga tan acreditada tradición creadora. Lo cierto es que nos gustan las actividades itinerantes. Ir de aquí para allá recorriendo exposiciones o actividades al aire libre, buscando patios, cruces, tabernas, redescubriendo calles y callejas, amén de practicar toda clase de itinerarios procesionales, belenísticos, arqueológicos, científicos e incluso lindantes con el más allá.

Y aunque todos ellos pueden favorecer sin duda inquietudes y reflexiones, parece ser que el ocioso es el paseo más propicio a que el cerebro se sienta descansado y a sus anchas para hacer lo que le parezca. Sí, ése en que no se hace nada salvo dejar vagar los sentidos por el entorno y olvidarse del paso del tiempo. Los investigadores utilizan una imagen muy expresiva: «Dejar la mente a la deriva». Y a ver qué pasa. La cosa depende del entorno y circunstancias de cada momento. Y conforme a ellos, «nos vienen las ideas porque precisamente no las buscamos», dice el filósofo francés Frederic Gross.

Entorno, circunstancias y mente a su aire. Por ejemplo, al atardecer paseando por la Ribera. Un lugar desde el que acompañar la luz del astro rey, dorando los muros de la Mezquita y los arcos del Puente Romano, antes de ponerse en el horizonte. Un instante mágico al que es difícil sustraer la mirada y mucho más no tratar de retenerlo en el teléfono móvil. El mismo momento en que Madinat Al Zahra hace honor a su nombre de ciudad brillante. El mismo en el que cabe comprobar en Las Tendillas cómo el sol que los madrugadores vieron subir rampando por Claudio Marcelo confirma la orientación del ‘decumanum’ y deja también sus rayos sobre la arquitectura de la plaza o sobre la torre de San Nicolás. Quizá sea la hora de los dioses. Tengo que preguntárselo a Manolo Fernández que es quien suele hablar con ellos cuando camina por esos sitios.

En tales ensoñaciones del atardecer moran estos días dos deidades invitadas. Una gusta de frecuentar esos celajes áureos. A ellos se desplaza por las tardes desde las salas del C3A donde tiene, de la mano de Courtney Desiree Morris, un altar de caracolas y ofrendas y toda una legión de ‘orishas’ acompañantes confluyendo en el empeño de hacernos bucear en culturas ancestrales para encontrar remedios con los que sanar un mundo medioambientalmente enfermo. Yemayá es una diosa cubana, fruto de los extensos sincretismos que se dan en el Caribe y otras áreas americanas, que se metamorfosea de muy diversas maneras, desde sus orígenes yorubas, con otras creencias. Es la diosa de la Naturaleza y de la fecundidad, pero muy especialmente del mar y protectora de los marinos.

Una bella leyenda dice que el sol estaba exhausto porque no había dejado de alumbrar desde el principio del mundo. Brillaba, día y noche, a punto ya de calcinar la tierra y a los pobres terráqueos. Pero Yemayá guardó bajo la falda algunos de sus rayos y le sugirió ir a descansar, lo que a partir de entonces pudo hacer regularmente, ya que con ellos creó la Luna, de luz más fría, que refrescaría la Tierra y a la humanidad asada de calor. Sería bueno, ya que anda por Córdoba y dados los tiempos que corren, que inventase alguna otra bondad climatológica, porque ahora son los terrícolas los que se están cargando el clima, la Naturaleza y la fecundidad.

El otro invitado está avecindado desde hace siglos en Almedinilla, pero estos días ha cambiado --de la mano de Esther Gatón-- la cama de plumas con cortinas negras, la antorcha invertida y las amapolas, por la fachada mediática del edificio, desde la que atrae, como los tules del ocaso, las miradas de los paseantes. Es Hypnos, el dios del sueño, que utiliza la luz estroboscópica y los resplandores para ensimismarnos con atisbos de mariposas y ballenas, sabedor que la luz es la que nos sincroniza con la vida y con el sueño. Lo que soñemos es cosa de su hijo Morfeo y en cualquier caso, tras el muro, el ‘superatrapasueños’ de Brad Kahlhamer retiene las pesadillas entre mallas, plumas y cascabeles hasta que el sol las quema al amanecer.

No sería pues de extrañar que la entrada a la caverna de las ideas de Platón apareciese también algún día al hilo de cualquier limpieza vegetal. De hecho, en el C3A, la Kupisawa de Ernesto Neto se abre a ellas y al diálogo bajo el croché. Con los demás y con la infinitud. Todo en una Ribera capaz de generar ideas, sueños, dioses y paraísos (y de mejorar nuestro estado de forma).

* Periodista

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