Opinión | ENTRE VISILLOS

En torno al teatro en Córdoba

Un libro de Carmen Fernández rescata al actor y empresario Casimiro Cabo Montero

Ahora que el Gran Teatro de Córdoba cumple 150 años, hito que se celebrará con la amplia programación que la efeméride merece, es oportuno refrescar la historia de las artes escénicas en Córdoba y recordar nombres que con su valía y entusiasmo les dieron brillo. Desde el gran Miguel Salcedo Hierro, director de la Escuela Superior de Arte Dramático y cronista de la ciudad hasta su muerte en 2010, a figuras más lejanas en el tiempo y por ello olvidadas o desconocidas. Rescatarlas de las sombras supone no sólo hablar de teatro sino de la sociedad de cada momento, reflejada siempre en su dramaturgia. A uno de esos personajes que llevaron el teatro en vena toda la vida y a contracorriente de los poderes públicos dedica Carmen Fernández Ariza, catedrática de Literatura de la UCO jubilada, un exhaustivo trabajo de investigación titulado ‘Casimiro Cabo Montero o la pasión teatral’. Se trata de un muy documentado libro sobre un curiosísimo prerromántico liberal, primer galán, autor y empresario, que se acaba de presentar en la Real Academia cordobesa --que lo ha editado como primera entrega de su Colección José Manuel Camacho Padilla-- en el marco de la Feria del Libro. Un paisaje libresco al que la institución bicentenaria ha contribuido también con la entrega del número especial --y verdaderamente lo es-- del centenario de su Boletín, coordinado por Miguel Ventura, director de Publicaciones de la docta casa.

Pero volvamos a Casimiro Cabo Montero, que llegó en 1799 con su compañía desde Madrid a una Córdoba mortecina y pacata y en pocos meses puso el panorama del revés, hasta el punto de que el Domingo de Resurrección del año siguiente inauguraba un nuevo coliseo de su propiedad, el Teatro Principal. Protagonizaba así uno de los grandes hechos que han marcado el devenir del arte de Talía en Córdoba desde finales del siglo XVII según Carmina Fernández, una de las mayores especialistas en el tema. Los otros, cuenta, fueron junto a la apertura del Gran Teatro en 1873, el cierre de la Casa de las Comedias en 1694 y la erradicación del teatro dictada por Carlos III en 1784 por culpa del obispo Yusta Navarro, que lo consideraba una práctica degenerada y corruptora de quienes osaban contemplar semejante abominación.

Y es que, aunque desde la Grecia clásica nadie escapa a la fascinación de ver interpretado el mundo, en algunas épocas poner en escena una pieza suponía un desafío temerario; y hasta hubo un tiempo en que los cómicos no podían entrar a las ciudades ni ser enterrados en sagrado. Tampoco se libró de persecución y prohibiciones quien la profesora Fernández Ariza describe como un valiente emprendedor y reformista de incomprendidos aires modernos que se empeñó en profesionalizar el espectáculo teatral. Un hombre de teatro total, en el sentido de que pretendía abarcarlo todo --desde la preceptiva hasta la política, que acabó costándole el destierro por afrancesado--. Un tipo generoso de sí mismo y de su dinero, que en 1821 planteaba que además de divertir, las representaciones habían de educar al espectador. Y, en una época convulsa, hasta se permitió reivindicar para las tablas la justicia social valiéndose de su ‘Memoria acerca del mejor orden de las compañías cómicas y método de crear un montepío y colegio de educación teatral’. Militó en la renovación del pensamiento y puso a disposición de la causa sus dos teatros, el de Córdoba y otro en Écija. Pero ese avance no gustó ni a la Iglesia, que lo atacaba desde los púlpitos, ni al Ayuntamiento, que le clausuró el local en 1814 y lo desprestigió en legajos demoledores para no indemnizarlo por el cierre. Gracias a Carmina Fernández, Casimiro Cabo Montero no es un desconocido, y con ello ganan Córdoba y su teatro.

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