Opinión | LE FUMOIR

Metaverso sin poesía

Las redes han logrado lo que parecía imposible, la aparente paradoja de la división social por la multiplicación

Mark Zuckerberg ante el Congreso de los EEUU en abril de 2018.

Mark Zuckerberg ante el Congreso de los EEUU en abril de 2018. / LEAH MILLIS

Hay que agradecer a los cuatro geeks que inventaron las redes sociales su intención inicial, perfectamente loable y con la que uno se identifica fácilmente, que no era otra que follar más. O follar, sin más. Basta ver el aspecto friki que estos pioneros lucían hace veinte años para confirmar que la necesidad agudiza el ingenio. Mi generación se ha beneficiado de esa tecnología -las nuevas no han conocido otra cosa- y ha visto cómo las puertas de determinados chiqueros de nuestra existencia se abrían por obra y gracia del progreso, que no del progresismo, que es otra cosa mucho más contingente y borrosa. Estos inventos han sido al sexo lo que el AVE a los transportes o la Thermomix a la cocina. Han acelerado trámites vitales antes farragosos y burocráticos, y nos han ahorrado el mal trago de tener que hablar por teléfono con un registrador de la Propiedad o un general de División, para que por favor nos pasara a su hija. Benditos sean.

Pero sus creadores se han venido arriba y, mientras dominan nuestras mentes y nuestras pulsiones, dominan también el mundo. Los gobiernos hacen hoy escorzos y cabriolas para no tener que cuadrarse ante esa realidad. La foto de Zuckerberg ante el Congreso de los EEUU fue la mejor escenificación de esta nueva relación de poder, un acto público de retractación, un Galileo del veintiuno. Eppur si muove. Su éxito se basa en que se han dirigido directamente a nuestros instintos más básicos y no han pedido permiso. Se han prevalido de nuestra vis social para atizar nuestro individualismo, mucho más potente. Éste sería el amor a nosotros mismos, un amor narcisista. Las redes sociales, letales espejitos lacustres.

Así, en tiempos de feminismo y cancelación, de mitús y siessís, vivimos una fiebre de loas fotográficas al culo “Kardashian”, generalmente acompañadas por sus orgullosas propietarias de alguna cita mostrenca al pie, de Paulo Coelho o Khalil Gibran, que es el mejor emético que hoy se da sin receta. En la era de las relaciones abiertas y el poliamor-Whatsapp ha sido el Vietnam de las relaciones de pareja-, se nos bombardea cada verano con imágenes de matrimonios que sabemos rotos en playas que sabemos inexistentes, y en la era del fasting (ayuno), con pantagruélicas colaciones en 2D, incoherentes con el culto al cuerpo, la digestión y el hambre en el mundo. Lo más interesante, como casi siempre, es lo que todo ello revela, que es lo que no se ve, la caverna de Platón de lo que muestra la pantalla, el mecanismo de esa tramoya que es el afán por igualarnos al prójimo, pues hoy las relaciones sociales funcionan por pura imitación, por querer lo que tiene y por hacer lo que hace el otro. Anhelos de clase media. Dios dijo que nos amáramos, no que nos imitáramos. Pero Dios parece que no pinta nada en toda esta historia. Su evangelio es un mensaje vintage. Y ahí andamos, en la niebla.

Las redes han logrado lo que parecía imposible, la aparente paradoja de la división social por la multiplicación. Este milagro de aritmética no exponencial se produce mediante la exaltación del “ello” freudiano, que busca la satisfacción inmediata -el like-, frente al superyó, más pendiente del decoro y del qué dirán. Nuestra identidad como especie parece construirse hoy sobre un espejismo, sobre algo tan ilusorio como irreal, a lo que damos valor de realidad absoluta. El mundo es hoy una rave de exhibicionistas en que cada loco parece estar hablando con sus amigos imaginarios, una reproducción planetaria del sanatorio de “Alguien voló sobre el nido del cuco”. En menos de diez años, nuestra cosmogonía se ha reducido al perímetro que marca la pantalla de nuestro teléfono móvil. Hacemos intentos poco denodados por alejarnos de esa droga pagando retiros en Bali o en Goa, pero sabemos que seremos atrapados sin remisión por el Metaverso que viene, una mentira en imágenes 4D, que nos hará salir a la calle con unas gafas de buzo, anteojeras del burro en que nos hemos convertido, y, entonces, el fin ya no andará muy lejos. Sirva como cierre que, de todo lo anterior, me declaro culpable.