La continua pérdida de poder adquisitivo, primero por la gran crisis del 2008 y ahora por la subida energética y la inflación, hace cada vez más necesaria la ayuda social para la subsistencia de muchas familias y jubilados cuyas mínimas pensiones no cubren sus necesidades básicas. Pero esa ayuda no es el maná del desierto bíblico; está sometida al suministro de las fuentes que la alimentan, y éstas tienden a secarse en cuanto los parámetros económicos vienen mal dados. Un reciente reportaje de Araceli R. Arjona en Diario CÓRDOBA alertaba de que en este 2023 se está produciendo «la tormenta perfecta», como si todos los elementos se hubieran aliado para provocarla. Se ha juntado el hambre con las ganas de comer: los elevados precios, la llegada de menos alimentos de Europa y del campo --efecto colateral de la guerra de Ucrania-- y la entrega con cuentagotas del auxilio público. Subvenciones que no han llegado aún o no lo han hecho a tono con el IPC, que sube y sube sin que los organismos reguladores hallen la fórmula para frenar la escalada. Y todo ello si el panorama no se complica más, toquemos madera. Porque esa tormenta podría convertirse en huracán ante un nuevo desastre bancario a nivel global al estilo del de hace tres lustros, del que todavía no nos habíamos acabado de reponer, si la quiebra del Silicon Valley Bank azota con su remolino las finanzas mundiales.
Ojalá haya servido de algo la terrible experiencia de entonces y se arbitren prontas medidas para que la cosa quede en un susto americano sin mayores consecuencias. Porque sobrecoge recordar, aunque algunos lo hayan olvidado, lo que supuso en este país el derroche de dinero público para insuflar aliento a una banca que ahora no cesa de exhibir sus ganancias anuales. Y eso a la vez que sube las hipotecas al amparo del alza de tipos de interés sin soltar a cambio un céntimo más a los clientes que guardan en ella sus ahorros, considerablemente mermados tras crisis de todos los colores, incluida la pandemia que hace justo tres años marcó un antes y un después en el planeta. El Banco Central Europeo, en su lucha contra la espiral inflacionista, ha anunciado que esta escalada está lejos de acabar. Es decir, que habrá un mayor encarecimiento de los préstamos en los próximos trimestres, por lo que el mismísimo Banco de España anima a las entidades, o lo hacía antes del susto de Silicon Valley, a que sean justas e incrementen la remuneración de los depósitos. Pero de momento el tirón de orejas no ha servido de nada. En el sector financiero se conoce como «diferencial de clientes» el margen que existe entre el tipo medio que te cobran por prestarte dinero y el tipo medio con que remuneran tus depósitos. Y esta diferencia entre lo que dan y lo que recogen no para de aumentar a favor de la banca, que por supuesto nunca pierde.
En medio de este paisaje desolado, acaban de salir los datos del IPC de febrero en Córdoba, que lo oscurecen más si cabe. Coincidiendo con el Día de los Derechos del Consumidor, y ya es ironía, ayer nos despertamos con las últimas estadísticas del INE, según los cuales en la provincia la cesta de la compra ha registrado la mayor inflación de las dos últimas décadas, o lo que es igual, desde que se puso en marcha la serie histórica. A pesar de la bajada del IVA en unos cuantos artículos básicos, los cordobeses pagamos por los alimentos y las bebidas sin alcohol casi un 16% más que hace un año, y apenas hay productos de consumo que no estén por las nubes. Afrontamos, pues, un constante chaparrón de malas noticias, acentuadas en las reservas del Banco de Alimentos y demás entidades solidarias, mientras los ricos se hacen más ricos y los pobres sólo ganan en pobreza.