Opinión | desde la periferia

Identidad digital

En internet dejamos de controlar el viaje que hacen nuestros datos personales y su paradero

Os imagináis a Cervantes, a Shakespeare o a la mismísima Vernon Lee añadiendo una cláusula en su testamento en la que dejasen bien claro su voluntad de que, tras fallecer, fuesen eliminados cualquier vestigio pasado, presente o futuro de todo cuanto hubiesen escrito y de cuantos documentos hubieran firmado e incluso de aquellas pinturas que se les pudieran haber realizado, o en el caso de Violet Paget (Vernon Lee fue su seudónimo), también de las grabaciones o fotografías que hubieran podido estar en circulación? No, ¿verdad? Yo tampoco, máxime si tenemos en consideración lo difícil que era siglos atrás ser recordado, permanecer en la memoria colectiva, pertenecer por algún tipo de mérito al patrimonio universal de la Humanidad. Infinidad de artistas, escritores, pintores, músicos y mujeres y hombres de cualquier otro colectivo pasaron su vida sumidos en la miseria, en el olvido y hasta casi, en muchas ocasiones, desterrados en un absurdo e irracional ostracismo. Muchas de ellas y de ellos han sido muy posteriormente rescatados y aún caminamos en la tarea de rescate de una larga nómina de quienes merecen ser recordados por diferentes motivos. ¿Os imagináis a Picasso ordenando en su testamento como última voluntad que todas sus pinturas sean destruidas tras su fallecimiento? ¿Le habrías hecho caso? Yo, desde luego, no.

Hace unos días he participado como miembro del jurado en el IX Torneo Nacional Universitario de Debate Académico organizado por el club de debate cordobés CDU. La pregunta ha sido realmente compleja: ¿Está nuestra identidad digital lo suficientemente protegida tras el fallecimiento? Un centenar de jóvenes menores de 25 años y provenientes de todos los rincones de nuestra geografía universitaria se han devanado la sesera para poner sobre la mesa algunas cuestiones importantes e interesantes acerca de esta cuestión que, como bien sabéis y entendéis, es relativamente novedosa en el terreno, sobre todo, de la jurisprudencia y del Derecho. He asistido a debates muy intensos y muy bien preparados y a través de los que he sacado en claro algunas ideas. La primera es que aún tenemos un enorme desconocimiento sobre esta cuestión llamada el testamento digital que, al parecer, se puede realizar al margen del testamento vital o incluso añadiendo a éste una cláusula. La segunda idea es que cada vez que entramos en internet dejamos de controlar el viaje y el paradero que hacen nuestros datos personales. Atención. Esto no es del todo novedoso. Ya tenemos muchos casos, sobre todo en la literatura universal, del descontrol de copias manuscritas que se realizaban de muchos textos con las consabidas variantes que esto conlleva y que una ciencia filológica como la Ecdótica trata desde hace muchos años de poner en orden, no sin serias dificultades en la mayoría de los casos. Esto, en la vida digital, dejadme que os anuncie que, en principio, me parece imposible. Y la tercera idea que he barajado durante las dos intensas jornadas de debate ha sido la del derecho al honor, a la intimidad, a la privacidad y a ser olvidados que posee cada ser humano, tal y como recoge la legislación actual sobre este asunto. Y estoy de acuerdo, claro que lo estoy. Pero me ha hecho pensar si, junto al derecho a ser olvidados, no debería también existir el derecho a ser recordados. Ya lo decía al principio de este artículo. Si es verdad que algunos deberían estar condenados al olvido eterno, muchas, muchísimas mujeres y hombres, que han recorrido la Historia y que siguen permaneciendo en la invisibilidad más absoluta deberían ser rescatados de la amnesia colectiva y puestos en valor en lo que nos quede de vida física y en todo lo que quede de vida digital.

*Profesor de Filosofía

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