Ves la foto total de Pau Gasol con la mirada alzada y el mentón contenido tras la barba canosa, alzada hacia el pasado, y comprendes que ha terminado un tiempo. Estaba impecable, como él es: con el nudo de la corbata oscura en el cuello impoluto, los hombros recortados sobre su gloria y las demás camisetas colgadas en el Staples Center de Los Ángeles, que ahora se llama Crypto.com Arena. Da igual el nombre: en ese cielo están las trece camisetas doradas con las que fue trenzado el oro de los sueños: el 13 de Wilt Chamberlain, el 44 de Jerry West, el 33 de Kareem Abdul-Jabbar o el 32 de Magic Johnson: bienvenidos a la eternidad, ese viejo Olimpo que cubrió las paredes de nuestra adolescencia. Ahí está Pau, con Kobe Bryan y su número 24, y con el 34 de Shaquille O’Neal. Miras esas camisetas ahí colgadas, a las que se ha unido el 16 de Pau, y vuelves a comprender que este hombre nos ha hecho vivir nuestra imaginación. Como si ahora él mismo pudiera saltar al campo con todos ellos, correr al contraataque al lado de James Worthy -su camiseta, con el 42, está ahí- y recibir la asistencia sideral de Magic. Los grandes jugadores de baloncesto retirados tienen algo, en su estela, de gigantes caídos. Hablo de tipos verdaderamente altos, que pasan de los 2,10. Andan con sus cuerpos como torres que se hubieran quedado sin su fortaleza, con una especie de peso interior que nos hace pensar en un derrumbe. Pero el que ha sido gigante alguna vez, por mucho que ahora tenga que adaptarse a la vida de los liliputienses, guarda el fuego dentro, sigue teniendo el tigre dibujado en los ojos. Pau Gasol se ha emocionado al ver izarse su elástica porque tiene consigo la pasión de un país. Su hermandad con Kobe, la presencia de sus amigos Juan Carlos Navarro, Felipe Reyes o Juan Carlos Calderón, hasta el jamón de bellota 100% Alta Expresión Covap en la fiesta, son los brindis fugaces mientras la camiseta se ha quedado sola, colgada bajo el cielo de la pista vacía.
* Escritor