Opinión | TORMENTA DE VERNAO

Superioridad moral

Hay quienes reparten o retiran certificados de honradez, democracia, feminismo y de solidaridad

Una cosa es la tendencia que todos tenemos a etiquetarlo todo, a ponerle un nombre genérico a las cosas que nos ayuda a definirlas. Y otra muy distinta es la de quienes reparten o retiran certificados de honradez, de democracia, de feminismo, de solidaridad. O por el contrario definen al disidente que confronta sus ideas, de chorizo, fascista, machista o antisolidario. Y lo hacen sin desmelenarse, desde una soberbia patológica y una creencia paranoica de superioridad moral digna de un profundo estudio de diván.

Es la nueva inquisición, los autoproclamados dueños de la patente de la moral y la ética, que somete a linchamiento público y escarnio de las redes sociales a cualquier disidente de ideas, que se permita proclamar las propias. La semilla del fanatismo siempre brota de adoptar una actitud de superioridad moral que impide la escucha y el acuerdo. La misma que ha justificado durante siglos el colonialismo y la dominación de los supuestos «inferiores».

Por lo general, es inútil intentar hablar de hechos y análisis con personas que disfrutan tener un sentido de superioridad moral, muchas veces derivado de su propia ignorancia y falta de rigor. Esa pretensión es devastadora y destructiva, y la estamos padeciendo en algunos estratos de la actual clase política de nuestro país, que no alimenta el debate sereno y profundo, ni fomenta el intercambio de razonamientos, sino que linchan al contrario y lo golpean y mancillan hasta denostarlo, noquearlo y «sacarlo de la lona».

Es cierto que hay posturas más trasnochadas o erróneas que otras. Pero eso nos ocurre a todos. Somos seres complejos, y dentro de nosotros habitan sentimientos encontrados en muchas materias fruto de perspectivas diferenciadas y de contextos culturales concretos. Además, somos seres evolutivos, no pensamos ni sentimos ni creemos como 20 o 40 años atrás, ni seguramente como lo hagamos en el futuro, sino que nuestras experiencias van moldeando nuestros ideales. Por eso se pueden cuestionar las ideas, pero no excluir a las personas. La superioridad, como un signo de arrogancia o soberbia, es injusta y solo denota una pobre autoestima.

Todos necesitamos tanto una dosis de empatía y justicia, como de autoridad y orden. Las ideas se complementan y no debemos dar pábulo a ese debate simplista de eslóganes manidos. Defender las ideas no significa menospreciar a nadie ni legitima el insulto zafio o el comentario grosero en que hemos convertido muchos debates públicos, que fomentan la exclusión y el cainismo. Se parasitan y colonizan posiciones morales genéricas y comunes que, sólo si permitimos que sean compartidas, hacen avanzar a la sociedad. Las dos Españas de Machado. Se penalizan las posiciones matizadas, se reivindica el victimismo frente a los agresores, se exige ese revanchismo que tanto daño está haciendo a la cultura democrática y a la convivencia. Cada vez son más las familias y los grupos de amigos donde está «prohibido» hablar de asuntos políticos o cuestiones sociales determinadas para no fastidiar la concordia del encuentro o la reunión.

Tenemos todo el derecho a defender nuestras ideas y hacerlo con toda la pasión. Pero sin perder de vista nunca que las ideas están al servicio de las personas. Y si excluimos a las mismas de nada sirven aquéllas. Personalmente, procuro distinguir las ideas de la persona que me las traslada, valorar y comprender los contextos de cada uno que nos llevan a pensar de una forma concreta y distinta, y sobre todo a valorar por encima la bondad del comportamiento humano que, como decía Beethoven, es la única forma de superioridad, la verdadera fuerza moral.

** Abogado y mediador

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