Opinión | LA VIDA POR ESCRITO

De perdidos al río

Merecería la pena aplicar la ciencia a la gobernanza y a arrojar luz al proceso de toma de decisiones

Pedía el Rey hace unos días, en los Premios Nacionales de Investigación 2022, que la evidencia científica inspire los procesos de toma de decisiones y el diseño de las políticas públicas. Bonitas palabras, pero dudo que los verdaderos responsables de lo público se tomen en serio la necesidad de abordar la gobernanza con una perspectiva científica.

Siguiendo el consejo del Rey, merecería la pena aplicar la ciencia con rigor a la comprensión de la gobernanza, y arrojar luz sobre la psicología subyacente al proceso de toma de decisiones, con objeto de mejorar la gestión, y prevenir y combatir una gestión ineficiente, fraudulenta y corrupta.

Cada vez que trasciende un caso de corrupción en un servidor público, sea funcionario o político, la reacción es previsible y suele ser la misma. Se condena al funcionario corrupto como una persona sin principios, ni moral ni escrúpulos, se condena al partido como corresponsable, y los demás se erigen en paladines de la moral más inquebrantable. Los corruptos son siempre los otros.

Pero si se analizara científicamente, el problema de la corrupción se vería muy diferente. En realidad, este análisis ya se ha hecho dentro del campo de la economía conductual o economía de la conducta, que investiga los fundamentos científicos del proceso de toma de decisiones. La corrupción, sobre todo a escala social, como ocurre en estados fallidos o en sociedades carcomidas por la mafia, es un fenómeno complejo, con muchos factores que se conjugan y retroalimentan. Pero detrás de toda esa complejidad hay unos sencillos procesos psicológicos. Por eso, en principio, prácticamente todas las personas somos corruptibles por naturaleza.

Según Dan Ariely, profesor de la Universidad de Duke, y uno de los mayores expertos en economía de la conducta, cualquier persona puede mentir, robar o corromperse, si se dan las siguientes tres circunstancias: 1) un motivo para ver la realidad a su manera (como un aficionado vería una decisión del árbitro en contra de su equipo, por ejemplo), 2) unas reglas poco claras o flexibles, donde no sea todo blanco o negro, sino donde quepa una escala de grises, y 3) una justificación para esa conducta deshonesta. Defiende el profesor Ariely la idea de que casi nadie comete grandes fechorías de repente. Cuando se dan esas circunstancias antes mencionadas, suele comenzarse con algo pequeño fácilmente justificable. Pero ese pequeño crimen tiene un efecto psicológico devastador. Nos hace deslizarnos fácilmente por la pendiente del mal de forma casi imperceptible. Y para cuando pisamos un terreno claramente inmoral e ilegal, ya hemos aprendido a justificarlo todo.

Esa tendencia a la corrupción tiene además una base física: cuesta menos energía dejarse llevar que sostener una moral intachable. Además, nuestro cerebro funciona la mayor parte del tiempo en modo rápido, movido irracionalmente. Ese cerebro no es consciente de la pena que llevaría aparejado un delito. Por eso la existencia de penas elevadas no tienen en la práctica efecto disuasorio. Y, por si eso fuera poco, el tiempo de exposición a las tentaciones y el estrés hacen mella en nuestra moral y refuerza nuestra habilidad para justificar a posteriori cualquier pequeño o gran delito. Somos débiles, y un entorno hostil nos debilita aún más.

Manejando este conocimiento sobre las verdaderas raíces de la deshonestidad y la corrupción, debería ser más sencillo prevenirla y combatirla. Podrían ser útiles las siguientes acciones: 1) Elaborar procedimientos que refuercen la conducta honesta del individuo de forma constante. 2) Imponer claridad en las normas coercitivas y punitivas. 3) Implementar mecanismos de control permanentes, fuera del alcance de los interesados. 4) Fijar límites en el tiempo para el desarrollo de la función pública, tanto a los funcionarios como a los políticos. 5) Evitar que los individuos responsables tomen decisiones con excesiva rapidez y sometidos a estrés.

Si no hacemos nada de eso, pues nada, de perdidos al río.

* Profesor de la UCO

Suscríbete para seguir leyendo