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Manuel Fernández

El viaje con Antonio Ramos Espejo

"Comprendí de momento que no era periodista con ceguera local, sino que su campo de visión abarcaba Andalucía, España y la Humanidad"

Antonio Ramos Espejo. CÓRDOBA

Antonio Ramos Espejo era el google andaluz, un periodista al que si le pulsabas la tecla adecuada el resorte de su experiencia saltaba de inmediato y te mostraba Andalucía en toda su grandeza, desgraciadamente olvidada durante mucho tiempo. Yo había estado ya en el Correo de Andalucía, que en un tiempo fue la gran escuela del periodismo andaluz. Y a él lo conocía por sus reportajes en Triunfo y en Interviú. Pero fue el 8 de mayo de 1986, en Córdoba, la fecha en la que Antonio Ramos marcó mi futuro periodístico.

Ese día, que nació mi hija, se hizo cargo de la dirección del Diario CÓRDOBA. Estrenar vida familiar y profesional el mismo día imprime carácter. Por lo que llevaba consigo. Mi hija me abrió los ojos –no sólo por los llantos nocturnos- a la vida de padre. Y Antonio consiguió que los de periodista no los cerrara, en ocasiones hasta bien entrada la madrugada. Comprendí de momento que Ramos no era periodista con ceguera local. Su campo de visión abarcaba, si era necesario y el presupuesto lo permitía, Andalucía, España y la Humanidad, como reza, cosmopolita, el himno de Andalucía. Con él, por ejemplo, aprendí que el Guadalquivir no es sólo un río que pasa por debajo del Puente Romano de Córdoba, entre la Mezquita y la Calahorra, sino que se estira desde la Sierra de Cazorla hasta Sanlúcar de Barrameda, abriendo una brecha verdiazul desde el este hasta el oeste andaluz (por gajes del oficio no pude navegar por sus aguas a la manera que él había concebido).

Antonio Ramos, un reportero que provenía de la bohemia periodística, esa que se había curtido haciendo la calle en medio mundo para contarla luego en periódicos y revistas, fue, paradójicamente, el director que, en Córdoba, le tocó oficiar el entierro de la ruidosa máquina de escribir y el bautizo de la revolución tecnológica cuya apariencia visible fueron las pantallas ATEX, de teclados silenciosos y letras de color verde. Su llegada al Diario CÓRDOBA, efectivamente, se había hecho notar como un ciclón. Como que casi recién llegado me eché (es un decir) a temblar. Ese mismo mayo, sin más treguas que los saludos y bienvenidas, me encargó un amplio reportaje, Crónica informal de la Mezquita de Córdoba en un día de mayo de 1986, para incluirlo en un suplemento especial -Tres culturas- que el periódico publicaría el 28 de ese mismo mes con motivo de la llegada de los Reyes a Córdoba para el acto cumbre del 12º Centenario de la Mezquita. Mi suegra, que por esos días estaba en mi casa por haber nacido mi hija, me prometió que rezaría para que el primer encargo del nuevo director me saliera bien. Supongo que sus intercesiones hicieron mella en el Altísimo.

Luego vendrían otros encargos del estilo periodístico del Ramos más reportero. Conceptos que chocaban con la pesada carga que el redactor tiene en su mente al pensar que cuanto más tiempo permanezca en la Redacción mayores méritos contrae. Me dejó a mi aire una semana con tal de que volviera cargado de reportajes. El resultado fue una serie sobre la droga en Córdoba y el primer premio periodístico (cien mil pesetas) que recibía en mi vida. Entendí eso de que el tren pasa por la vida una vez y tienes que aprovechar el viaje. Antonio Ramos, sin haberse inventado todavía, era como un AVE a velocidad supersónica en repartir ideas: sólo un miope hubiera renunciado a sacar el billete para viajar con ellas. Mi feria de los discretos (que él convirtió en libro), El Jardal (una columna diaria en la última página del periódico que nació casi al mismo tiempo de su llegada a Córdoba y enmudeció en las hemerotecas cuando Antonio se marchó), los libros, de varios autores, 50 años de Córdoba, 28F Crónica de una esperanza y Crónica de un sueño (Memoria de la Transición), ir a Roma durante una semana con fotógrafo En busca de las huellas de Séneca, contar desde Madrid la toma del PCE por Julio Anguita, conocer en la cercanía a, por ejemplo, Ian Gibson o Carlos Cano, o almorzar con un ministro son experiencias imborrables que Antonio Ramos Espejo me brindó como director.

Aparte de las conversaciones, al más puro estilo bohemio de la profesión --entre la confección de la portada y el cierre del periódico-- en bares y mentideros cordobeses, momentos en los que aprendí de su Córdoba portuaria de la Ribera, de poetas y periodistas olvidados como Alvariño y tuve la sensación de que Córdoba podía ser tan cosmopolita como quisieran sus periodistas. Por eso, el que hice con Antonio Ramos Espejo fue el mejor viaje profesional de mi vida.

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