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Joaquín Pérez Azaústre

La otra corrupción

Es un túnel sin tiempo que nos lleva no en un viaje a ninguna parte, sino a lo peor de nosotros

Ser dueños del silencio y apresar unos cuantos minutos de oro líquido puede ser un buen sueño al que agarrarte con fuerza si el tiempo te pasa por encima. Somos horas perdidas en un caudal expreso, que atraviesa la vida como ese tren nocturno que escribió Campoamor y nos mira a los ojos poco antes de llevarnos por delante. También sucede con la corrupción: casi siempre es la misma y los sujetos que la llevan a cabo casi nunca renuncian a su estela cobriza y costumbrista de personajes escritos por Azcona para que los filme Berlanga. También la corrupción es un túnel sin tiempo que nos lleva no en un viaje a ninguna parte --en la manera descarnada y tierna de Fernando Fernán Gómez--, sino a lo peor de nosotros mismos. Sucede con ella como con la barbarie en las guerras: que no tiene bando. Tú puedes estar más con Rusia o con Ucrania, pero no esperes creer que el bando que te atrae, con el que simpatizas, es una escuadra pura de virtudes. El dolor está ahí, con la crueldad y el daño. Pues con la corrupción, más de lo mismo: las mismas jetas impresentables, la misma astracanada que parece salida de una peli de Torrente --con Berlanga, lo sé, antes me he venido arriba--, esa vieja imagen de Roldán enseñando sus calzoncillos blancos, con una botella de etiqueta negra imaginada sobre la mesa y unas pocas mujeres desprendidas de sus saltos de cama. Luego tienes la otra imagen de Roldán: cuando aterriza en España, con una gabardina, que es un poco lo contrario de Bogart pero que encarta, ahí, toda la densidad del cutrerío que se vende al mejor postor sin elegancia.

Escribe Manuel Machado: la tragedia ridícula de la bohemia. Ridícula y trágica, sí: pero no vulgar. Cuánta belleza en el gesto final de Alejandro Sawa/Max Estrella al recordar que en París le cerró los ojos al mago simbolista Paul Verlaine. Cuánta elegancia en Valle-Inclán hasta cayéndose por las escaleras del Ateneo de Madrid tras emprenderla a bastonazos con Unamuno. Uno imagina la cabeza de águila de don Miguel también en ese giro sobre los escalones, desembocando en la galería de retratos: ¿pensaron justo en ese instante, mientras los separaban, que muchos vendríamos después para admirarlos y leerlos a los dos? No, porque se odiaban. Y no eran dos extremos del 98, sino que --a los ojos de cada uno-- representaban la negación del otro. Sin embargo, ni la literatura, ni la vida --ni tampoco la política-- es luego exactamente así. Hay territorios mucho más intermedios en los que los matices se convierten en un lenguaje propio con el que edificar la realidad. Uno puede ser de un partido político, votarlo habitualmente o haberlo votado siempre; pero después tenemos el derecho a manejarnos no en la ambigüedad, ni en esa equidistancia lanzada como insulto, sino en los destellos de los temas que nos hacen coger no sólo el titular, sino también la letra pequeña de la vida. Por eso suelen gustar, cuando ha pasado el peligro, los hombres y mujeres capaces de salirse de su entrada en la obra para encabezar una obra propia, perfilando el matiz. Albert Camus, por poner un ejemplo que a todo el mundo alcanza, que sí salió de la comodidad para afrontar sus conflictos.

Hay otra corrupción que quizá no se ve con esta nitidez de los escándalos: la que nos ataca a la base del cerebro y nos induce a adoptar cualquier discurso de polarización. Hace unos años, veías en las tertulias televisivas a unas gentes que, salvo ciertas honrosas excepciones, ya sabías de antemano lo que iban a opinar de cualquier tema solamente por dónde les habían colocado la silla. La izquierda y la derecha, y el moderador en el centro. Lo malo es que ahora a veces da la sensación de que ese mantra ya se ha extendido a la calle. No hay corrupción mayor que habernos permitido renunciar a nuestra capacidad de análisis más allá de la comunidad de una ideología cómoda. Algo así como los artistas que se dicen de izquierdas --la vida es ahí muy fácil-- porque al otro lado sólo hay fachas; aunque, si les preguntas por las políticas lingüísticas de segregación en Cataluña, pagadas con sus impuestos, se encogerán de hombros y responderán que eso es una campaña de la ultraderecha. Esa brocha gorda es tan tramposa como fotografiar la realidad sin dejar de retratarte a ti mismo: el arte del yo-yo. La otra corrupción, la más silenciosa, es dejar instalarse en nuestros ojos a la cobardía que nos impone justo lo que tenemos que pensar y decir. Pero si afrontas tus contradicciones, dejarás que el silencio te susurre su última verdad.

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