Impresionan las imágenes del polideportivo de Crotona, tan llenas de luto y de muerte. Conmueven las hileras de ataúdes y los féretros blancos de niños, hasta 16 menores de edad, de las 67 víctimas contabilizadas provisionalmente, del reciente naufragio de otro barco de inmigrantes en las costas de Calabria. Afganos, pakistaníes, palestinos, sirios... la miseria y la tragedia son globales. Son los grandes perdedores de esta globalización que no es la misma para todos. Estremecen los cuerpos inertes de niños y adultos que el mar escupe a las orillas de la playa, para que no pasemos desapercibida esta ignominia que es nuestra. No es una tragedia natural, sino causada por el ser humano, del que la Historia nos pedirá cuentas algún día. «¿Dónde está mamá?» preguntaba insistente, entre sus balbuceos, un niño recién rescatado. El eco de las voces infantiles que sobrevivieron persigue nuestros silencios y lo que nos queda de conciencia. Cientos de ciudadanos anónimos italianos acuden al pabellón, silentes y consternados ante la tragedia, y todos los alcaldes de la zona ataviados con sus bandas tricolor de las solemnidades dan el último adiós a ese náufrago sin nombre, sin entender nada. Ninguna autoridad estatal. Ningún responsable. Siempre la culpa es de otros, del destino, de que el mundo es así. Pero no es verdad, el mundo lo hacemos así nosotros.
Otra vez se malograron los sueños. Otra vez el Mediterráneo se convirtió en una fosa gigantesca, en una fuente de vergüenza colectiva. Ya van más de 24.000 personas, con rostros y familias, historias y expectativas, que han perdido la vida en sus aguas en las últimas dos décadas, según Naciones Unidas. Las mafias actúan y se lucran porque no se puede llegar de forma segura, a la Europa de los valores y la democracia. El sistema de vigilancia Frontex dio el aviso del avistamiento del barco, el ‘Summer Love’, un día antes de la tragedia, pero nadie declaró la búsqueda y rescate de la nave. El fiscal Capoccia, que investiga los hechos, reconoce la falta de intervención y que Frontex debería repensarse.
«Detengamos este naufragio de civilización», clamaba el Papa Francisco hace años ante los refugiados de la isla de Lesbos, denunciando la bancarrota moral de una Europa que lleva siglos proclamando la dignidad de los seres humanos, pero que los rechaza sistemáticamente. Mientras el Occidente desarrollado pierde población, el resto del mundo crece como nunca lo había hecho anteriormente a razón de 82 millones más de habitantes por año. Hay países africanos con unas tasas de natalidad del 400% sobre la nuestra, y con una media de edad de la población de 16, 17 o 20 años. Solo una de cada diez personas que nace hoy en el mundo es de raza blanca. Caminamos inexorables hacia sociedades mestizas, pluriétnicas, abiertas. Ya lo somos en el mundo de la economía, de los negocios o de las finanzas, o en el de las relaciones sociales virtuales, donde Facebook tiene 3.000 millones de usuarios, por ejemplo. El fenómeno migratorio, además de connatural al propio ser humano desde que existe sobre la Tierra, es imparable y ya afecta al 3,6% de la población mundial, a casi 300 millones de personas, además de las migraciones internas que afectan a otros 800 millones de personas. Migrantes que lo son por razones forzadas, que además necesitamos de forma clamorosa para mantener nuestros sectores productivos y pagar nuestras pensiones, como vienen insistiendo todos los países europeos y Canadá. Migraciones que aportan, que son un bien común de la Humanidad y que insistimos, una y otra vez, en gestionar de manera unilateral e injusta, que deja dolor y muerte de los que somos responsables. Naciones Unidas, con su Pacto Mundial por las Migraciones en 2018, aprobado por más de 160 estados que no pueden estar equivocados, nos señaló el camino que debemos transitar en el futuro. Ojalá pronto abramos los ojos y las manos a esta realidad que llama a nuestra puerta, mientras resuena el eco de una pregunta sin respuesta: «¿Y dónde está mamá?».
** Abogado y mediador