Opinión | SIN FRONTERAS

El carnaval en Isla Cristina

Una fiesta en la que la inversión de la realidad y la permisividad intentan superar el orden social

En España son muchos los que consideran el carnaval como la fiesta de las fiestas. Esta alta valoración se manifiesta, por ejemplo, entre quienes lo celebran en la onubense Isla Cristina, o bien entre aquellos que lo festejan en la ‘Tacita de Plata’: dos exponentes destacados del fuerte arraigo popular que entre los andaluces ha tenido siempre esta celebración. Tal vez este fervor se explique, sobre todo en tiempos pasados, por la permisividad que los carnavales liberaban entre sus participantes, la cual contrastaba con las restricciones que la Cuaresma imponía cuando los festejos llegaban a su fin. En ellos se desplegaba un comportamiento extravagante que constituía su principal seña de identidad; hasta el propio curso del tiempo se dotaba de una estructura propia, pautada por una serie de conductas cargadas de intenciones sociales y psicológicas que diferían de las que estaban vigentes durante el resto del año.

Era característica principal de esta celebración la inversión de roles, la cual se realizaba a través de una serie de actos que casi descoyuntaban el orden social establecido, lo que hacía que el pueblo aguardara su llegada con enorme entusiasmo. Se avivaban la lujuria, la glotonería, la danza, en un afán de contraponer esas conductas a las impuestas por el rigor que marca la Cuaresma. Estos comportamientos ejercían entre sus destinatarios una cura psíquica y social mucho más efectiva que la pretendida por aquella. La mencionada inversión de roles era vista por las autoridades, sin embargo, como una práctica particularmente peligrosa, pues se pensaba que podía amenazar la estabilidad social, sobre todo cuando fomentaba la falta de respeto hacia las capas superiores de la sociedad. Estas fiestas pertenecen, pues, a ese modelo de celebración que funciona como negación simbólica de la realidad social, en cuyo transcurso todo cambia para que en la práctica nada se altere. De este modo, durante el Carnaval se reglamentó la propia rebelión y la negación de valores dominantes, así como la subversión del propio orden social, que podía ser así previsto. En este sentido, se constituye como un elemento más de cohesión y de reforzamiento de clase, abriendo una vía más para dar salida pacífica a numerosos conflictos sociales existentes.

En La Higuerita del Setecientos la fiesta era muy celebrada, contando con una participación muy activa por parte de la población. El origen catalán y valenciano de sus pobladores le prestaba su identidad característica. Los catalanes de Mataró fueron los primeros que allí se disfrazaron y celebraron el entierro de la sardina, participando en la fiesta de la misma manera que venían haciéndolo en su población de origen. Hoy en día, el Carnaval de Isla Cristina dura un par de semanas, durante las cuales, como ya se hiciera antaño, participan prácticamente todos los habitantes de la ciudad, dando lugar a unas fiestas únicas, con máscaras, juegos, transformismo, desenfado e incluso mal humor. Una celebración genuina basada en su historia y en la cultura de esta población marinera, en la que no faltan la presentación de la Reina, con su corte de honor, y la actuación de las comparsas y las murgas. Tras la Guerra Civil, la prohibida celebración se siguió realizando allí bajo la denominación de fiestas de invierno. En ellas el ‘Patitas’ tuvo una gran importancia para la continuidad de las mismas, al igual que la participación de las mujeres.

Hoy en día se engalanan las calles, otorgándose premios a las mejores fachadas. Por ellas desfilan en su cabalgata numerosas carrozas alegóricas, así como varias bandas de música y grupos de disfraces, celebrándose después en la caseta un gran baile. También se dan comidas entre las comparsas, así como el vistoso entierro de la sardina, heredero de aquél otro que, tiempos atrás, se hiciera entre los pobladores catalanes de La Higuerita, y en el que participan hoy cientos de personas, destacando entre sus asistentes las célebres viudas, con sus cantos y lloros cómico-religiosos. La noche se cierra con un baile de estas mujeres, acontecimiento que sirve de catarsis a sus participantes. En la semana siguiente, el sábado, se celebra una cabalgata infantil, mientras que el domingo se rompen las tradicionales piñatas.

Una fiesta, esta de Isla Cristina, en la que la inversión de la realidad y la permisividad reflejan el intento de superar mediante comportamientos simbólicos, concretos y específicos, las limitaciones que impone el orden social. Aunque, si las rebeliones necesitan ser ritualizadas, es porque no deja de estar siempre presente la posibilidad de que se desarrollen en una dirección real y no meramente simbólica. De ahí sus frecuentes prohibiciones a lo largo de su historia, en un intento vano de acallar lo que nunca puede ser silenciado: la pura alegría de vivir, aunque sea por unos días, al margen de normas y convenciones.

*Catedrático

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