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Miguel Ranchal

Animalizados

Hay una conciencia ciudadana generalizada para eliminar el maltrato animal

Uno de los rasgos más sorprendentes de la especie humana es su constante incongruencia, demostrada en esa capacidad única de simultanear al mismo tiempo lo mejor y lo peor. La nefasta huella del hombre sobre este planeta le ha otorgado el dudoso meritoriaje de designar una nueva era geológica: el Antropoceno. Precisamente en una etapa histórica en la que quiere plegar su relación con la naturaleza.

La Ley de Bienestar Animal, fuera de las críticas coyunturales, es otro jalón más en esta descomprensión de soberbia antropogénica. Fue el Renacimiento el que situó al hombre como medida de todas las cosas. Antes, la naturaleza se hibridaba con el politeísmo, con la mística o la superstición, y en el mundo habitaban dioses cocodrilos o se databa en torno a los doce animales que acompañaron a Buda. Luego vino el desarrollismo, el positivismo de Comte, inmutable ante esas febrículas de contradictorios remordimientos que fue el romanticismo (el «yo» para salvar al mundo). Hasta que en el pasado siglo llegaron los apóstoles del ambientalismo. Rachel Carson publicaba su ‘Primavera silenciosa’ años después del bautismo de la bomba nuclear. Y Brigitte Bardot no fue el animal más bello del mundo (Ava llegó primero) pero se refugió en sus mascotas harta de las animaladas de los hombres.

En un bestiario encerramos nuestros miedos, y acudimos a la fauna para inmolar nuestros peores instintos, como las cacerías de fieras en el Circo Máximo; las matanzas de bisontes o el exterminio de los moas o los pájaros dodo. Pero también es cierto que inmortalizamos a Bucéfalo, cuando ya nadie recuerda a los generales de Alejandro Magno. Que León X, uno de los papas Medici, paseó en el Vaticano un rinoceronte. Y que fueron proscritos los pícaros caniches de Fragonard, porque jugueteaban en alcobas imposibles para los que pasaban hambre.

Nos queda mucho para ser tan civilizados como los animales. Pero por encima del desdén de ciertos colectivos hacia esas mojigaterías de ‘pijiprogres’, hay una conciencia ciudadana generalizada para eliminar el maltrato animal. Es demagógico hablar de prelaciones, porque proscribir el ahorcamiento de galgos tras una frustrante suelta no lamina otras conquistas sociales. Pero ya no se concibe el lanzamiento de una cabra desde un campanario para apurar el tuétano de la tradición. El campo puede sostener que obras son amores; que para muchos urbanitas pisar una granja escuela es lo más parecido a rodar Mogambo; o aquellos que se apuntan con fruición a la marea vegana no ponen reparos a sorber de dos en dos un vaso de caracoles. Una llamada de atención de dónde se fija la raya de las especies ungidas, con el particular agravio de los perros de caza; la rehala como punto negro que no se deja embolsar por esta conmiseración. Pero también hay juego en la articulación para el intrusismo, profundizando en la restricción de las especies invasoras e intentando maniatar el mercado de especies de exóticas, otras de las vías de escape del esnobismo.

Una imagen certera de la soledad es la que lamenta Pío Coronado, el amigo del conde de Albrit en la adaptación de ‘El abuelo’: la que le ha llevado a enterrar tres perros, las muescas de nuestra biografía en unos seres que mimetizan nuestros ánimos. Muchos años antes de Samaniego, de Perrault, o de la ecuménica bicoca de Disney, nos hemos pasado siglos humanizando a los animales. Ya es hora de que, en el buen sentido, volvamos a animalizarnos.

*Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor

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