Opinión | Cielo abierto
Carnaval, te quiero
Algo tiene con el reflejo de nuestras tentaciones, pero también de huida de nuestro autorretrato
Esa tentación del carnaval de saltarse la vida con su luz de misterio. Esa forma de estar en la frontera a la vista de todos, con un antifaz que te proteja de los acechos de la realidad. Algo tiene esta fiesta de comercio interior con el reflejo de nuestras tentaciones, pero también de huida de nuestro autorretrato. Es como escapar, cada mañana, del reflejo que ofreces cuando salta tu rostro en el espejo: no el deseo de desaparecer, pero sí de ser otro. Ahora que vamos a poder hasta cambiar de género a voluntad, debería ser más fácil; pero tampoco creo que el carnaval se trate exactamente de eso. De lo que quieres escapar, de lo que deseas esconderte, es de tu propia biografía a cuestas, de tantas exigencias y desgastes que erosionan las horas de tus noches perdidas, tu mirada despierta y el temblor del deseo. He conocido a gentes que aman sus vidas y también el carnaval, para las que estos días representan una sublimación, un punto de giro, el desmelenamiento para luego volver a esa ferocidad de los días normales. Pero también he conocido a personajes que nunca han estado demasiado conformes con sus existencias y no han tenido ni el valor ni el talento para arriesgarse a buscar algo mejor, para mirarse a ese mismo espejo matutino y decidir: esto lo quiero y esto otro no, mi dignidad está a punto de explotar, tengo que romper para vivir. Estos seres lastimosos, que suelen generar una infelicidad a su alrededor por la insatisfacción permanente de sus vidas, que no han tenido arrojo suficiente y han pasado el tiempo culpando a los demás de su infelicidad, sus decisiones o sus mediocridades, ven en el disfraz el pasadizo hacia las vidas que podrían ser suyas. Entonces aparece el carnaval y tienen la ocasión, si lo desean, de sumarse y zambullirse dentro del disfraz. Y fingir que eres otro, o que eres otra, con la fugacidad como coartada.
Ese magnetismo nos sitúa en el límite de nosotros mismos. Hace falta valor, como dice Santiago Auserón en ‘Escuela de calor’ -qué es el carnaval, también, sino una cierta escuela de calor que transitamos con la sensorialidad cerca-, para hacer de ese baile una cierta estación de permanencia. Quiero decir: el cambio asusta. Ese encontrarte cuerpo a cuerpo contigo mismo en la soledad del baño al mirarte de frente, y esbozar: no era esto. Esa desnudez. Sacar esa dinámica, tras el carnaval, mirarte a los ojos e intentar convertir el disfraz en tu vida presente. Es decir: asumir de verdad qué y quién eres. Y no hablo de salir del armario -que podría ser, cada uno con su singularidad-, sino de encontrarte y aceptar que la realidad que manejas no se parece ni remotamente a lo que pretendías. He conocido a gente que se afana en culpar a los demás de su frustración: es que yo no sabía, es que a mí me engañaron, es que me dijeron, es que yo no esperaba. Todo eso se salta en las noches locas del carnaval, te quiero, pero luego regresas a tu vida de hombre gris de Momo con pretensiones líricas y te das de bruces con esa aplastante medianía, con la insatisfacción, con la certeza interna de que las cosas podrían haber sido de otra forma.
También creo que nos falta, a veces, una cierta mirada compasiva sobre nuestra exigencia. No hablo de justificaciones, pero sí de algo de empatía ante unas circunstancias que no siempre podemos eludir. Hay un conato bobalicón en estar demasiado contentos con nuestras propias vidas, una bobería que resulta insalvable cuando piensas que vives en un búnker de felicidad; pero también se convierte en un rasgo de sabiduría, me parece, conducirse hasta una cierta aceptación de lo que acabas teniendo entre las manos, porque precisamente con eso tienes que lidiar, y no siempre lo puedes esquivar. No sé, pienso en un antifaz y en una fiesta con baile y muslos voladores, en aparecer y desaparecer, en el sueño continuo de ser otros o quizás regresar a los que fuimos antes, con música de brindis hasta la madrugada, con nuestra ruta de regreso al amanecer, y pienso estas cosas, porque todo festejo nos oculta su reverso existencial en cuanto se detiene finalmente la orquesta.
Con Juan Carlos Aragón en el recuerdo gracias, también, al espléndido libro que le dedicó el poeta Jaime Cedillo, creo en el carnaval como pura alegría, con esas chirigotas y comparsas que acompañan hasta la madrugada con libertad de ser y de existir, quevedescas en su descubrimiento entre los recovecos del lenguaje, diseccionando con bisturí la vida. Esa luz de misterio que al final nos alumbra la memoria perdida.
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