Opinión | A pie de tierra

Inquietante

Córdoba arrastra desde hace tiempo un gravísimo trauma con su arqueología

Me resulta inquietante cuando leo o escucho en los medios de comunicación locales que las catas arqueológicas realizadas de forma preventiva en determinados solares de la ciudad no supondrán problema alguno para las obras previstas, habiendo alcanzado los trabajos solo el 20% de la profundidad autorizada y sin tener en cuenta siquiera que la tierra pueda dar sorpresas. Tiendo a creer que se trata de malentendidos, de problemas de expresión o de simples ‘desiderata’; porque lo contrario, es decir, dar por sentado que tales informaciones recogen fielmente lo declarado, que los arqueólogos responsables cometen tales pecados de anticipación, o que existe de antemano un acuerdo entre las partes para, con independencia de los resultados, vaciar por completo la parcela, conculcaría los fundamentos mismos de la profesión arqueológica y cuestionaría la semántica del patrimonio como legado de responsabilidad colectiva. Y, sin embargo, siempre queda la duda. Basta comprobar cómo, una y otra vez, Córdoba opta por la destrucción de los restos, con frecuencia sin preocuparse del rigor con que han sido documentados (aspecto que no parece interesar a nadie), ni tampoco entender que estamos dilapidando nuestro principal recurso, del que somos responsables por ley, por herencia y también por obligación moral. Solo habría que cambiar la perspectiva, crear un organismo rector que planificara buscando un equilibrio razonable entre pérdidas y ganancias, y pensar en términos de economía productiva y no invertir un solo euro que no vaya destinado al avance del conocimiento y a la creación de estructura y empleo. Créanme, no hay que irse muy lejos para comprobar que la ecuación es posible.

Córdoba cuenta con una normativa de actuación vinculada directamente con la administración de Cultura en lo que se refiere a su arqueología urbana. Cualquier ciudadano que quiera acometer una obra deberá en primer lugar solicitar una Información Urbanística a la Gerencia Municipal de Urbanismo para conocer el nivel de riesgo de su solar, así como el tipo de trámite o de cautela que lleva asociados en función de la Zona Arqueológica urbana en la que se integre de entre las 25 existentes. Cuando se le obliga a intervenir arqueológicamente, ha de buscar una empresa de arqueología y un arqueólogo responsable que redacte y desarrolle un proyecto ‘ad hoc’, conforme a las características de la obra y abierto a las posibles eventualidades que puedan surgir. Solo una vez finalizada la intervención, y convenientemente visada la memoria de resultados por parte de la Delegación provincial de Cultura de la Junta de Andalucía, podrá obtener la correspondiente licencia en la Gerencia Municipal de Urbanismo. En el camino habrá perdido muchos meses y un pellizco importante de su presupuesto inicial, mayor aún si al final se le exige modificar el proyecto arquitectónico o integrar parte de los restos exhumados en el nuevo edificio; todo, a costa de sus sufridas espaldas, como especifica bien claro el Reglamento para la protección y fomento del patrimonio histórico andaluz. ¿Cómo no entender, pues, que la ciudadanía perciba la arqueología como un lastre, un obstáculo que exige tiempo y grandes desembolsos de dinero, apenas contribuye al avance del conocimiento, y rara vez aporta algo al tejido productivo local? Desde luego, no seré yo quien se lo reproche.

Córdoba arrastra desde hace tiempo un gravísimo trauma con su arqueología. A pesar de contar con una normativa bien planteada y casi pionera, sigue sin asumir que es un yacimiento vivo, que su propia razón de ser, las claves de su idiosincrasia y sus señas de identidad derivan de su protagonismo histórico, de su memoria acumulada, de su esencia como cultura. Cualquier otra urbe del mundo se enorgullecería de tales premisas; los cordobeses, en cambio, no. Aquí son entendidas como una carga de la que urge liberarse; sin duda un error de apreciación, de dimensiones colosales, que se agranda cada día cuando muchos de esos restos «irrelevantes o poco novedosos», al decir de algunos arqueólogos, políticos o periodistas, son arrasados sin más, contribuyendo con ello a vaciar el vientre que nos nutre, y que a pesar de todo nutrimos. Después de comprobar que no aprendimos nada tras la crisis de la burbuja inmobiliaria de 2008, o que tras invertir decenas de millones de euros en la arqueología de la ciudad seguimos con el mismo discurso patrimonial heredado de Antonio Cruz Conde, parece quedar poco lugar para la esperanza. Urge, no obstante, crear una arqueología de oficio que libere al ciudadano de cargas; exigir mayor rigor y exigencia en el control oficial de proyectos y resultados científicos de las excavaciones, que permitan al menos avanzar a la investigación ya que no crecer en oferta patrimonial; evitar destrucciones con la vista puesta en el futuro o en modelos de ciudades que han resuelto mejor que nosotros la convivencia entre arqueología y progreso, y potenciar el estudio y la puesta en valor de lo poco que queda. Esto no reducirá nuestro grado de responsabilidad en la debacle, pero devolverá un poco de dignidad a la profesión, y de paso también a Córdoba.

*Catedrático de Arqueología de la UCO

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