Opinión | PARA TI, PARA MÍ

Las 'minorías creativas' tienen la palabra

Un mundo sin Dios destrozará al hombre, engañándolo, esclavizándolo, y por último, poniéndolo de rodillas ante los nuevos ‘dioses’

La Navidad, con sus fiestas esplendorosas y magníficas, nos dice adiós en el túnel del tiempo, pero el «espíritu navideño» se queda siempre con nosotros. La Gran Noticia, «el misterio de la encarnación que celebramos en la Navidad, el misterio del descendimiento de Dios desde el cielo tocando la tierra, tocando nuestra debilidad humana y sanando todo lo humano», en palabras del obispo de Córdoba, Demetrio Fernández, permanece en las entrañas de la humanidad. En realidad, no hemos celebrado una sola Navidad, sino tres al mismo tiempo: la primera cuando el Hijo de Dios vino en carne a nosotros hace más de dos mil años; la segunda, la del Hijo que se nos entrega cada día en la Eucaristía, sobre el blanquísimo lino de los corporales; y la tercera Navidad, reconocer en cada hermano, sobre todo en los más sufrientes y necesitados, la huella única, misteriosa y sagrada de Dios mismo. El «otro», mi hermano, es para mí «sacramento e imagen de un Dios personal y vivo». Porque el hermano es la misma carne del Hijo de Dios encarnado, y la misma carne de Jesucristo sacramentado y presente cada día en la Eucaristía. Son las «tres Navidades» que hemos celebrado y cuyo espíritu ha de permanecer en las entrañas de la humanidad. El panorama que se nos presenta no es desde luego, ni el más optimista ni el más esperanzado. Nuestra cultura actual se jacta de no tener fe y exige excluir toda referencia a lo que no es puramente material y medible. Actualmente ninguna religión revelada tiene influencia pública en el Occidente europeo, y una fe que se conserva encerrada en la intimidad es incapaz de dirigir realmente la vida. Europa es, ante todo, un concepto espiritual y cultural: una civilización. Pero, lamentablemente, constatamos hoy que Europa ha dejado de ser mayoritariamente cristiana. ¿Qué hacer, entonces, en esta hora? La actitud que ha saltado a la palestra, la iniciativa que fue expuesta recientemente en el congreso ‘Católicos y Vida Pública’, por Lydia Jiménez, directora general de las Cruzadas de Santa María, se centraba primordialmente en asumir el reto de las «minorías creativas». De acuerdo con el historiador británico Toynbee, «los cambios de civilización que determinan un nuevo paradigma social no los promueven las grandes masas, sino pequeñas ‘minorías creativas’ capaces de generar un nuevo tejido social». Nos viene como anillo al dedo una de las más frases más sugestivas del cardenal Ratzinger, -tan recordado estos días, como Papa-, quien no dudó en afirmar que «el destino de una sociedad depende siempre de las minorías creativas». Lydia Jiménez, en su intervención en el congreso ‘Católicos y vida pública’, explicó con detalle en que consisten esas «minorías creativas»: «Una minoría creativa genera espacios y tiempos en los que arraiga algo nuevo. Penetra en la sociedad y la transforma. No significa opinar, sino pensar e incluso sentir lo mismo. Lo que caracteriza a la ‘minoría creativa’ es haber recibido un mismo don, una relación personal, y trabajar con empeño en edificarlo. Se vive una misma vida, se bebe de una misma fuente. Lo esencial entre los hombres es lo que tenemos en común, no lo que nos separa y la fe nos une, es un bien común». El papa Francisco, en la primera encíclica de su pontificado, ‘La luz de la fe’, nos invitó a reflexionar sobre la fe como una luz que ilumina toda la existencia del hombre. Luz de una memoria fundante que nos precede y al mismo tiempo, luz que viene del futuro, y nos desvela nuevos horizontes. La fe «ve» en la medida en la que camina, es la roca firme sobre la que construir la vida. La fe no es estática, desde sus inicios bíblicos aparece como respuesta a una llamada que nos hace ponernos en camino. Por eso, la fe exige una continua conversión. Ciertamente, la pasada Navidad, las «tres Navidades», nos dejaron el «aguinaldo del cielo», en la Persona de Jesús. Ahora, somos nosotros los que tenemos el compromiso de anunciar al mundo la Buena Noticia de la salvación de Dios. Y lo haremos, no en solitario, sino formando parte de esas «minorías creativas» que Lydia Jiménez defiende como la «renovación del presente». La fe cristiana puede contribuir a que Europa recobre de nuevo lo mejor de su herencia y siga siendo un lugar de acogida y crecimiento, no sólo en lo material, sino sobre todo, en humanidad. Un mundo sin Dios destrozará al hombre, primero engañándolo, después esclavizándolo, y por último, poniéndolo de rodillas ante los nuevos «dioses» de una «cultura» que despedaza vidas sin piedad, sin compasión.

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