Opinión | COSAS

Torcidos brasileños

Este asalto a las instituciones ha querido ser un copia de las hordas que tomaron el Capitolio

Todo silogismo tiene un ingrediente mefistofélico. De alguna manera, José Montilla fue presidente de la Generalitat gracias a Franco. No se me interprete mal, tildando a nuestro paisano como un camisa vieja. Simplemente, la aldea de Iznájar donde vivía fue inundada por el embalse que hoy casi necesita rogativas para que aumente su volumen. Aquella población sumergida propició su emigración a Cataluña, y el resto ya es historia. Por ese mismo planteamiento, la independencia del Brasil está asociada a Napoleón. Y no porque la colonia portuguesa se imbuyese del mismo espíritu emancipador de los libertadores, sino porque Juan VI de Portugal decidió trasladar su corte al otro lado del Atlántico, espantado por las trágicas tribulaciones de Luis XVI, o el ninguneo del corso a los borbones españoles. Su hijo, Pedro I, le cogió gusto a Río de Janeiro muchísimo antes de que Vinicius de Morales y Antonio Carlos Jobim le otorgasen la inmortalidad a la ‘garota’ de Ipanema.

El emperador Pedro I del Brasil demedió en su testamento sus restos mortales. Su osamenta reposaría en tierras brasileñas, pero el corazón escucharía la llamada de la ‘saudade’, descansando en Oporto en un baño de formol. Este verano, el corazón embalsamado regresó temporalmente a tierras cariocas, con los honores de un jefe de Estado y la milagrería de la sangre licuada de san Pantaleón. Otra algarabía de los símbolos, como la espada de Bolívar en la toma de posesión del presidente colombiano, revisitando el realismo mágico, en el sentido más monárquico de la expresión: cuadra mal que una República venere una víscera de la realeza.

Hay mayores surrealismos. Brasilia la construyó un arquitecto que vivió más que todos los personajes de Macondo. Óscar Niemeyer impulsó en la nueva capital de Brasil el ‘jogo’ bonito del urbanismo, para demostrar que los ideales comunistas no tenían necesariamente que desembocar en las aberraciones elefancíacas de Ceaucescu. Esta arquitectura, que parecía un puerto espacial del planeta Ummo, se ha visto salpicada por un peligroso rebrote de regreso al futuro, el estado temporal con el que sarcásticamente se asocia a la potencia sudamericana: Brasil siempre es el país del futuro porque, a la postre, el futuro nunca se palpa.

Este asalto a las instituciones parlamentarias ha querido ser un copia y pega del búfalo ‘tontoelculo’ y todas las hordas que tomaron el Capitolio hace un par de años. También en Sri Lanka la muchedumbre invadió el Palacio Presidencial, se bañó en la piscina del mandatario y solo le faltó rematar las tropelías como en el chiste: cagarse en el trombón. A los trumpistas y ahora a los bolsonaristas les dolerá que los comparen con la antigua Ceilán, pero eso es lo que hay, tirando del refranero castizo: quien juega con fuego, se mea en la cama.

La variante brasileña no solo se ha caracterizado porque la turba multa fuese ataviada con el entorchado ‘canarinha’ -que ya es bastante profanación para la elástica de Pelé-. Los más acérrimos bolsonaristas han acampado a las puertas de los cuarteles pidiendo por caridad cristiana un golpe de Estado. Porque esto no va tanto de dame pan y dime tonto, sino de santificar las asonadas para privar del voto a esos piojosos que apoyaron a Lula. Ya luego se harían malabares con el poder, pues si ancha es Castilla, más lo es la cuenca del Amazonas. América es un polvorín, y ya lo notamos en Perú, con esa placa tectónica entre partidarios y detractores de Pedro Castillo, con una falla que casi siempre se llama corrupción. Si este el Nuevo Mundo, crucemos los dedos para que no sea el de la consagración del populismo.

** Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor

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