Opinión | COSAS

De barbas y ángeles

Liébana reconoció que fue esta ciudad la que marcó su vida; la Córdoba de la elegancia e indiferencia

Da mucho juego el mundo de las barbas. Está la Holihee, poblada las patillas y el bigote, pero rasurado el mentón, propio de los oficiales británicos en el Raj hindú o de un Alfonso XII recordado por las niñas que saltaban a la comba. O la Brandholz, de grandes dimensiones, a camino entre Papá Noel, los grandes exploradores polares y Valle Inclán. O la Chin Curtain, distribuida por la zona inferior de la mandíbula, utilizada por Abraham Lincoln, pero asociada a los aventureros pegosteados al salitre como viejos lobos de mar. De esa guisa contemplamos a Ginés Liébana en la portada de ‘La Merde’, una suerte de libro de viajes escrito por el último mohicano del Grupo Cántico. Situado este cuaderno de bitácora entre 1949 y 1950, dicha fotografía revela a un Zalacaín de tierras olivareras, bien peinado y sentado sobre la proa de una barca de un cauce controlado, lejos de las barbas Garibaldi que asociaríamos con los indómitos periplos de Joseph Conrad.

El joven Liébana frisó los cincuenta de una España repudiada por los tonos pasteles de los yanquis. Ginés, el viajero, recorrió Italia, remontando el flujo de los artistas españoles que se empaparon de los colosos del Cinquecento inaugurando el Gran Tour antes de que Stendhal cayese en su propio mal -por cierto, barba también Chin Curtain la de Stendhal-. Los viajes iniciáticos descorchan el genio del artista, pero antes de ese juego pastoral que fue su propia vida, Liébana reconoció que fue esta ciudad la que marcó su vida; la Córdoba que uniformaba su elegancia en conventos, palacetes y tabernas, pero que también enseñaba las fauces de su abrumadora indiferencia.

Era tildado como el ‘bon vivant’ de ese colectivo que zarandeó la cultura cordobesa, y cuya excelencia logró el reconocimiento extramuros de Cordobita la llana. Y al igual que Vicente Alexandre ganó el Nobel por méritos propios y por rendir honores en el cincuentenario de la generación del 27, Pablo García Baena recogió el Príncipe de Asturias por sí y por todos sus compañeros. Ginés Liébana poseía esa risa aristotélica que despreció Jorge de Burgos en ‘El nombre de la rosa’. Desplegaba la liviana genialidad de su alegría, pese a que él mismo reconoció que la felicidad continua sería aburridísima. Era el punto ilustrado, o mejor aún, ilustraba los contrapuntos de un grupo de poetas tildado de elitista, en la simpleza de vincular sus musas con retruécanos y pomposidades, cuando hasta Ricardo Molina, el componente de imaginería más trágica, poseía una indudable vena cómica.

Ginés Liébana ha gozado de una vida larga y fértil, con el envidiable privilegio de mantener su creatividad hasta el último día de sus 101 años. Un artista pródigo y generoso cuyos ángeles han sobrevolado su belleza en muchas instituciones y hogares. Aunque los seres alados empujan hacia el misticismo, su vitalidad se alimentaba de un jovial descreimiento. Y sin embargo, Liébana nos ha dejado en un día tan esotérico como San Silvestre, acompañando en el adiós a un Papa que fortalecía su fe en la intelectualidad.

Ha llegado un año nuevo donde definitivamente Cántico será un patrimonio inmaterial emancipado de la carnalidad de sus miembros. Veo desde mi cuarto el escorzo de uno de sus ángeles y pienso que la párvula trascendencia de los angelitos de la guardia se amiga con las acuarelas de Ginés. La inmortalidad no se acota en un cuadro, pero la obra de Liébana nos ayuda a mordisquearla en lo venidero.

*Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor

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