Opinión | LA RUEDA

Ginés Liébana y la amistad

De ese Ginés Liébana que, de la forma más natural del mundo, impidió que su espíritu envejeciera, hay muchos aspectos admirables de los que ya irán escribiendo los expertos. Déjenme aquí que me haga algunas preguntas sobre su sabiduría vital, sobre esas fotografías en las que casi siempre sonríe, en las que casi siempre está acompañado, en las que desfila junto a él una variopinta tipología humana, desde Lucía Bosé hasta políticos como Carmen Calvo, o alcaldes. Déjenme que me pare un momento a pensar en su piso de Madrid, en el que eran asiduos desde el pintor Antonio López hasta la malograda ministra de Agricultura del PP Loyola de Palacio, que, en los ratos de descanso, se acercaba a su estudio para pintar bajo las directrices del maestro y superar el estrés. Ahora quiere -así lo ha dejado dicho- que sus cenizas reposen junto a ella en Vizcaya, cerca del mar de sus vacaciones, al igual que su hijo Mateo ha expresado su voluntad de que también vengan al cementerio de la Salud de Córdoba, con aquellos amigos poetas, como Hijo Adoptivo de la ciudad que ha sido.

Déjenme que me pregunte por el Grupo Cántico, que con él cierra su existencia, tan breve en su desarrollo artístico, tan larga en las trayectorias de algunos de sus miembros, poetas laureados como Pablo García Baena, o de culto, como el también muy longevo Pepe de Miguel, tan cercano al grupo. Con Ricardo Molina, Julio Aumente, Juan Bernier, y Mario López, así como con el pintor Miguel del Moral y el propio Liébana, aquellos jóvenes artistas de la Córdoba de la posguerra (qué tristeza habría en el ambiente, que miedo a la imposible libertad) lanzaron su revista ‘Cántico’ en octubre de 1947, en homenaje reivindicativo a la Generación del 27, y naciendo a la vez ellos mismos a la creación literaria o artística. Eran, y todos así lo han relatado, un grupo de amigos.

De Liébana apasionan los ángeles. Ángeles anónimos que pueblan los sueños, ángeles amables, ángeles con nombre, retratos de personas conocidas que se han vuelto ángeles en el pincel del pintor. Quizá alguno de estos seres alados tenga una mirada peligrosa, quizá en alguno haya cierta oscuridad, pero la mayoría son como esos ángeles de los rezos de la niñez, un poco traviesos, pero siempre veladores. Una ciudad como Córdoba, que tiene en san Rafael a su arcángel custodio, no puede menos que rendirse a los ángeles de Liébana y a su sello tan personal, a esos ángeles también amigos. 

Entre ángeles y amistades se movió la vida de un hombre que recaló en su niñez en Córdoba y luego no paró ni un segundo, que se hizo viejo, y más que viejo, sin que su curiosidad se resintiera, y que apenas tres meses antes de cumplir 102 años dijo adiós esta Nochevieja. Su ausencia pone el broche final a Grupo Cántico, que ya solo quedará en las memorias que quieran recuperarlo (apenas se recordó en octubre pasado su 75 aniversario, impulsada la conmemoración de esa fecha por nuestro periódico) y también cierra un año en el que la humanidad no consigue salir de sus desdichas. De Ginés Liébana nos queda, en sus múltiples facetas de una vida inmensamente rica y tocada por las musas, la leyenda de un hombre que supo mantener la alegría, en cuyos labios nunca se percibió un rictus de amargura, y que, con la sonrisa de un niño, convirtió su propia vida en una obra de arte.

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