Opinión | MIRAR Y VER

El silencio de los mayores

Pasada la Navidad, deseo, no obstante, formular una experiencia vivida hace años, por estos días, expresión de la soledad y desamparo que viven muchos mayores, cuando necesariamente tienen que dejar sus casas y sus vidas y someterse a la total dependencia.

Hoy, en este poyete de la plaza, frente a la escuela, quiero recordar al viejo Miguel. Aquí se pasaba el día esperando a que su nieto, aquel pequeño de babi blanco, saliera del colegio. Yo, viandante de obligado pasaje, me detenía cada mañana junto a él. ¿Por qué no se va a su casa? Este no es sitio, abuelo. Mi casa era el pueblo, mi casa era la «principal», eran los amiguetes eran mis cuatro macetas y cosillas con las que me entretenía, pero, cuando ella se fue..., ¡maldita sea...! Y unas palabras siniestras salían de sus labios secos: niña, ¿yo qué hago ya aquí tan solo y sin nada? Todo el día de un lado para otro. El piso de mi hijo es chico y mi nuera tiene que limpiar, y yo duermo en el salón. Me tengo que acostar el último y levantarme el primero... Mi silencio, compañía y cariño, era la única respuesta; no encontraba otra. Un día él no estaba. Me detuve a esperarlo, pero, el pequeño de babi blanco y cartera a rastras, desde lejos, exclamó: ¡el abuelo se ha muerto! Un escalofrío me corrió de pies a cabeza. ¡Sólo un día faltó! El día que dejó el poyete de la plaza y se fue con la ‘principal’ al gran trono de Dios. Unas lágrimas rodaron por mis mejillas entre el bullicio de gente por las calles y de niños en la escuela. Pero sus ojos ruinosos, su mirada opaca que, no obstante, sonreía, se quedaron en mí. ¡Espérame, abuelo Miguel! Tengo que conocer a la ‘principal’ y tengo que sentarme contigo en la gran plaza del cielo y entonces, solo entonces, podré explicarte qué hemos hecho aquí. Entiendo la buena voluntad de los hijos al querer llevar a los padres a sus casas, pero ellos no pueden atender que ese será un triste, muy triste final.

 ** Maestra y escritora

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